Penitencia
Barajando
realidad y ficción, el narrador protagonista de esta novela, un personaje
llamado Miguel como el autor, decide bucear en las turbulentas aguas de la
conciencia para dar fe de sus remordimientos e intentar expiar sus culpas. Convertido
en padre de familia, con una niña a su cargo, cree llegado el momento de revisar
su infancia y primera juventud, apoyándose en el trauma que supuso recibir una
paliza de un grupo de skinheads. Pero
sobre todo se propone examinar, como si de una autopsia se tratara, los días en que acosaba en la escuela a una
compañera; un pasado vergonzoso que no ha conseguido olvidar, y en cuyas oscuras
motivaciones se obstina en hurgar una y otra vez.
Dividida en dos partes extensas,
al final de la primera, titulada «Nombrar», reconoce que con su escritura ha
buscado redimirse, “pedir perdón”, “ser capaz de mirar a mi hijo a la cara (de
comprender, en realidad). Una forma, también, de disculparme por mi libro anterior”,
en donde ajustaba cuentas a una antigua novia de manera gratuita. Y aunque el
protagonista parta de que la escritura es una forma de ficción, insiste en su propósito
de no inventar nada. Al respecto, las citas de Thomas Mann y de Ray Bradbury que
encabezan el libro remitirían a este débil enmascaramiento que supone decir casi
toda la verdad. En suma, mientras los hechos referidos podrían ser verificados por
el entorno del escritor, los personajes que desfilan por estas páginas no se
corresponden exactamente con los reales, ni tampoco comparten sus nombres.
Así las cosas, no habría
que confundir al narrador con el autor, a pesar de compartir ambos algunos
datos biográficos; reducido aquí a un personaje dentro de esta farsa que acostumbra
a ser la vida convertida en ficción, en mero recurso para retener la atención de
los lectores, a la manera de los reality
show. Esta técnica consistente en echar al protagonista a los leones le
sirve al autor, en tanto rememora aquellos años, para parodiar programas de
telebasura como Crónicas marcianas,
de Sardà, el cual encandiló durante los 90 a buena parte de la audiencia: una
especie de facebook en antena avant la lettre,
precursora de los lodos y despellejamientos actuales. Junto a esta encarnadura,
el libro cuenta además las andanzas del joven Miguel por los bares de moda de
entonces, cuando se obstinaba en ir a su aire y se emborrachaba con sus amigos
Mensajero y Hans Castorp (nombre de uno de los protagonistas de La montaña
mágica), un dj que morirá joven,
como a veces les ocurre a los grandes mitos. O bien su descenso social desde la
clase media acomodada de la que procede, con el abandono del barrio de sus
padres. En definitiva, si la vida del personaje se nos presenta como un reality show es con el objeto de que sea
el juicio crítico del lector el que lo consuma y digiera a su antojo, el responsable
de juzgarlo si lo cree oportuno. En este sentido, tenemos la impresión de que el
narrador está deseando que lo condenen a galeras.
A lo largo de la segunda
parte, titulada «El proceso», vemos amplificado ese hurgar del narrador en la
herida de una culpa que no deja de supurar, y que acaso, intuye espantado,
jamás cicatrice. Porque, a decir verdad, este Sísifo que es Miguel escribe
también para hacerse perdonar por quien sólo podría hacerlo. De modo que cabría
interpretar la novela como una carta dirigida a aquella niña que fue su
víctima; de quien el narrador no ha vuelto a saber nada y a la que desea que le
haya ido bien la vida, lejos de los acosadores pasados y de futuros predadores.
No en vano, apunta el protagonista: “Este libro es una confesión, pero también
lleva en sí el germen de la penitencia. En este caso, quien cuenta su fuego
también arde”.
Escrito con propósito de
enmienda, el fracaso de la novela supondría seguramente un castigo apropiado,
aunque el narrador nos dice que preferiría que cosechara cierto éxito, poder sacar
a la luz todas las miserias y la suciedad acumuladas, reducirlo a la vergüenza
más absoluta, pues no otra cosa cree merecer. Escrito, en fin, en un lenguaje
diáfano, de impronta locuaz, es probable que el lector se vea arrastrado desde
el principio por la confesión de este personaje peregrino, a caballo entre la
fotografía de una época todavía cercana y el autorretrato feroz.
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* Esta reseña ha aparecido en el número 371 de la revista Quimera, correspondiente al mes de octubre. La cubierta es de Miquel Rof.
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