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Entro en ese bar globalizado que poseen casi todas las ciudades chic de cierta extensión. Me pido una bebida globalizada y, en ese momento, decido acompañarla de un dulce ídem. La señorita que me atiende me canta el precio en un tono que pretende ser conciliador, aun cuando la cantidad adeudada supere toda cifra decente. Busco en medio de la decoración de tarjeta postal que me rodea un sitio plácido donde poder sentarme y desintegrarme un poco, pasar desapercibida. No lo consigo. Mientras espero a la persona que no llega, decido ir rápidamente al baño. Al final del pasillo, varias puertas me reciben con el mismo rechazo inamovible. Abro una al azar; me equivoco. Abro otra, pero tampoco es la puerta indicada. Cuando estoy a punto de abrir la tercera, una valquiria de dos metros me escancia un portazo en toda la sien mientras con engolada voz finge un arrepentimiento que no siente. Como no la disculpo con la rapidez que ella merece, insiste en su compunción de mentirijillas:
-Oh, my darling. I'm so sorry...
La miro mientras trato de detener, encorvada por el dolor, la brecha de sangre que sus buenas palabras me han abierto en la cabeza. Debo de haberla sorprendido porque, de golpe, oigo cómo dice, con el mismo soniquete de antes:
-I'm so sorry, but it's your fault, my darling, not mine. It's YOURR fault.
Al portazo en la frente le sigue el de la puerta de servicios. Vuelvo a mi sitio antes de que la vista se me nuble por completo.
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