sábado, 1 de septiembre de 2007

Ulises (Microrrelato)

Cruza las piernas y, en ese leve movimiento, logra atraer unas cuantas miradas. Ahora se ha puesto en pie para ajustarse mejor la falda. Lleva un escote no muy pronunciado, pero sí lo bastante como para retener la atención del grupo. Acaso haya cosechado algunas miradas más. Tras pasear un rato por el estrecho pasillo sin poder disimular el ligero balanceo de sus caderas, decide volver a su asiento; por supuesto, ninguno de sus admiradores ha dejado un segundo de observarla.

Cierto que, en casos como éste, pasajeros y tripulación suele aprovechar cualquier circunstancia para entretenerse, pero también es justo reconocer que esta mujer tiene algo especial. Sin ser hermosa, es evidente su atractivo. Cuenta con esa edad en que las mujeres se ponen muy guapas. Debe haberse dado cuenta de que, para entonces, éramos legión los que estábamos mirándola, pues enseguida ha decidido poner a salvo su escote.

Pero ya era tarde. De pronto, su público entregado, yo entre ellos, hemos empezado a pedirle, a implorarle casi, que no fuera tan desdeñosa. Por suerte, no se ha hecho de rogar, consintiendo en darse otro paseo. Ya luego, casi de inmediato, ha ocurrido el accidente.

Tras el aterrizaje forzoso, y sólo cuando el avión se hallaba a salvo de las olas, he podido asistir a algunos pasajeros. Algo distraído, me ha parecido apreciar, apenas un instante, el rastro espumoso de una cola de sirena perderse entre las aguas.

Leyenda (Microrrelato)

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La joven de largas trenzas miraba arrobada aquel extraño cuadro, perteneciente a una de las colecciones de arte más bellas del lugar. Era la cuarta vez que recorría la misma sala, con la ilusión de desvelar su misterio, sorprendida y hasta temerosa del poderoso influjo que había ejercido desde el principio aquella desconocida pintura, en apariencia de escaso valor, si bien de subyugante fuerza expresiva. Se trataba de una obra compuesta apenas por unas pocas pinceladas de color sobre un fondo simbólico, como si remitiera a otra dimensión.
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En el transcurso de los días, la joven de las trenzas mostró siempre ante la pintura la misma actitud de ensimismamiento. Hacía su aparición en la sala a las siete de la tarde y, acto seguido, apretaba el paso hasta colocarse frente a aquella, no sabría cómo llamarla. Todavía desconocía que aquel cuadro sin título ni referencia alguna iba a ejercer sobre ella la misteriosa atracción de que sólo es capaz la realidad más precisa y rotunda, aun cuando estuviera hecha de ficciones y ensueños.
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Dos días después, cuando la exposición tuvo que seguir el itinerario previsto, la chica enfermó. ¿Podía alguien enamorarse de un cuadro? Desde aquel mismo instante en que ya no pudo tenerlo cerca de sí, su ánimo mudó por completo. A cada rato, suspiraba la joven por la fuerte añoranza que sentía.
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Muchas fueron las exposiciones que se sucederían a lo largo de su vida. En ninguna, sin embargo, logró la mujer de trenzas plateadas hallar de nuevo, con la precisa rotundidad de antaño, los colores tornasolados de aquel paisaje idílico e inalcanzable, lamentablemente de autor anónimo.
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Años más tarde, en su lecho de muerte, la anciana pudo reconocer, en los albores del nuevo día, las brumas de ensueño de aquel paisaje lejano. Cuando las gentes del lugar fueron a amortajarla, no hallaron su cuerpo.
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sábado, 25 de agosto de 2007

Identidades en fuga (Microrrelato)

Cada vez que el autor se dispone a escribir, pacta con el narrador que le representa que interprete sus anhelos, con el fin de dar forma narrativa a cuanto hasta entonces sólo había sido un amasijo de ideas y sentires.

De igual modo, cada vez que el narrador se decide a poner por escrito las ideas dictadas por el otro, no es extraño que sienta su identidad amenazada ante lo que considera un abuso de autoridad, circunstancia que lo fuerza a traicionar a su homólogo, según aprecia y reconoce el mismo autor.

Desde entonces, y en justa correspondencia, los autores han adoptado la sabia costumbre de negar la veracidad de cuanto relatan sus narradores, sin que logren, la mayoría de las veces, conciliar sus respectivos pareceres. Así las cosas, mientras el autor tiene que conformarse con la ficción del reconocimiento público, el narrador logra realizarse tan sólo sobre el papel.

jueves, 9 de agosto de 2007

Lugares comunes (Microrrelato)

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Tras vencer sus últimos recelos, se acercó a ella para decírselo.
–Te quiero desde el primer día en que me miraste con fijeza, le espetó, contrariado por haber recurrido a un tópico que siempre le había parecido ridículo. Si te lo digo así, tan de golpe, casi sin venir a cuento, es porque veo difícil que volvamos a vernos. Y aunque pueda parecerte cruel, necesitaba que lo supieras. En fin, carraspeó sin poder despegar los ojos del suelo, avergonzado por su atrevimiento. Perdóname por haber sido tan torpe. No pretendía molestarte.

Después de unos angustiosos segundos de silencio en que se sintió incapaz de mirarle a la cara, oyó que ella pronunciaba su nombre con ternura.
–No te preocupes, dijo para tranquilizarle. En realidad, lo sabía desde hace tiempo, añadió. ¡Cómo no iba a saberlo si tus ojos me lo decían a cada rato!, dijo por quitarle trascendencia a la situación. Tampoco ella supo prescindir de un lenguaje amoroso lleno de lugares comunes.

–Te recordaré siempre, soltó él por toda respuesta, algo agobiado ante tanta trivialidad.
–También yo, se atrevió a confesarle ella en justa correspondencia.

Y como ya luego sólo les quedaba darse media vuelta y tomar cada cual su camino, prefirieron no decirse nada más, de tan abrumados como estaban. Incluso hubo un momento en que estuvieron a punto de besarse. Les faltó, sin embargo, el valor necesario. O acaso fueran las palabras.
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sábado, 4 de agosto de 2007

La definición (Microrrelato)

Aun cuando el diccionario se afanara en concretar, con la mayor precisión posible, el término en cuestión, lo cierto es que no conseguía despejar sus dudas. “Que no tiene ni puede tener fin ni término”, revelaba la primera acepción. Tras prescindir de la segunda y de la séptima por ser demasiado inexactas (“Muy numeroso o enorme”, y “Excesivamente, muchísimo”, respectivamente), se detuvo unos instantes en la tercera propuesta: “Lugar impreciso en su lejanía y vaguedad”, aseguraba ésta; y a continuación aparecía el siguiente ejemplo: “La calle se perdía en el infinito”. Aunque al principio estuvo a punto de desecharla, enseguida se dio cuenta de que acaso se trataba de la acepción más certera de todas.

Ya más tranquila, siguió releyendo para sí, pero sus dudas surgieron de nuevo al toparse con las acepciones matemáticas: “Valor mayor que cualquier cantidad asignable.” Y más adelante: “Signo (∞) con que se expresa ese valor”. Así pues, por un lado se afirmaba que el infinito estaba más allá de cualquier cantidad asignable, y por otro que su valor podía expresarse mediante un signo. Tras reflexionar unos minutos más, se dio cuenta de que se hallaba igual de perdida que al inicio.

¿Era tangible, o no, el dichoso infinito?
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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.


Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"