jueves, 7 de febrero de 2008

El desmemoriado, 3

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El pobre infeliz no recordaba ni una sola línea del discurso que debía pronunciar en el salón de actos de una reconocidísima universidad de prestigio. Falto de tiempo, optó por salir al escenario, sonreír amablemente a quienes presumía que eran las autoridades competentes, e improvisar un discurso magnífico que hilaría de principio a fin sin que le temblara la voz, en buena medida gracias a su dilata experiencia de escritor, y a sus innumerables recursos de viejo zorro.

Apreciadas señoras y señores; ilustres autoridades académicas, señaló convencido, estoy encantado de encontrarme aquí esta noche, sin duda feliz, frente a tan insigne público. Aunque no sea exagerado afirmar que poseo una memoria prodigiosa, no quisiera esta vez aburrirles con relatos fatigosos de recuerdos lejanos, por todos conocidos. Por el contrario, nada me satisfaría más que poder contar con el testimonio erudito y fundamentado de los profesores pertenecientes a esta ilustre casa, por lo que quisiera invitar, desde un principio, a los miembros académicos sentados en la primera fila a que suban al estrado y me brinden su inestimable compañía, sabia y grata por igual. Será para mí un placer conversar con ellos de forma distendida sobre cuantos asuntos crean convenientes. Espero que esta noche tan deliciosa como festiva les resulte de merecido provecho. O, cuando menos, ojalá esta charla improvisada sea, para ustedes, digna de recuerdo.

Estimado público, en breves minutos daremos comienzo al acto sin más preámbulos, una vez nos hayamos acomodado como es debido...
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sábado, 2 de febrero de 2008

Harmonia mundi

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Se asomó un segundo a la barandilla y no tardó en divisar un amasijo de peces de colores a punto de devorarse los unos a los otros; en absurda lucha por la existencia. No salía de su asombro. Se suponía que aquel estanque estaba allí, en aquel emplazamiento privilegiado a las afueras de la ciudad, para distracción y deleite de ancianos y niños, pero no. En lugar de divisar hermosos peces de colores nadando en armonía, le pareció atisbar, espantado, a sus mismos compañeros de oficina, disputándose la promesa de un ascenso seguro a quien se mostrase más audaz. La visión gelatinosa de esos cuerpos en frenético movimiento terminó por marearlo.

Ser un pez que boquea y se resbala. Estar siempre tropezando con los otros, con sus cuerpos burbujeantes y fríos, impermeables a cuanto no satisfaga sus deseos inmediatos, se dijo. El lunes, a primera hora de la mañana, presentaría su dimisión. De forma irrevocable, además.

martes, 29 de enero de 2008

El desmemoriado, 2

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En aquel pueblecito costero vivía un señor que un día se había levantado sin recordar apenas nada de su existencia. Pese a todo, cada tarde solía ir al bar de la esquina para reunirse con sus amigos y charlar un rato. Lo más probable es que se acordara del camino porque había celebrado esos encuentros infinidad de veces, casi a diario, desde que fuera un simple muchacho. De joven había viajado a la capital en un par de ocasiones, sin tener jamás verdadera necesidad ni ambición de abandonar su pueblo natal, ni siquiera por motivos de trabajo. Al no tener familia ni parientes cercanos, vivía solo desde hacía algún tiempo, en compañía de sus fantasmas y gatos.

Los médicos le aseguraron que se trataba de un caso insólito de amnesia, muy parecido al que solían experimentar ciertos aventureros y exploradores del XIX en sus largas travesías por el desierto, hecho de olvidos caprichosos e intermitentes, de alucinaciones intensas. Los días en que vislumbraba el contenido volátil de su desmemoria, eran festejados en el bar por sus amigos entre grandes risotadas.

Por extraño que parezca, los frecuentes olvidos no le impedían llevar una existencia de lo más corriente. Además de cocinar y ocuparse de la casa, era capaz de cumplir con sus obligaciones con absoluta normalidad. Huelga decir que solía emprender todas esas actividades de buen grado, incluso con un deje de entusiasmo. Si en cierta ocasión algún malicioso se había atrevido a preguntarle por qué parecía siempre tan contento y relajado, él se encogía de hombros por toda respuesta. De costumbres fijas, cada atardecer podía vérsele en el cenador cruzando inmensas dunas de arena finísima, los ojos soñadores; otras veces recogiendo el desorden de la casa para poner a salvo algunos enseres que habían quedado desperdigados durante la última tormenta.
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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.


Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"