sábado, 30 de agosto de 2014

martes, 26 de agosto de 2014

Doscientos tres

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El despellejamiento literario
constituye la verdadera vocación 
de algunos letraheridos.
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sábado, 23 de agosto de 2014

Doscientos dos

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El aforismo a menudo nace con esfuerzo 
aunque este no baste para alzarse.
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viernes, 22 de agosto de 2014

jueves, 21 de agosto de 2014

Doscientos

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Se ruega no confundir la risa con la hiel. 
(Ni la zafiedad con el talento). Gracias.
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miércoles, 20 de agosto de 2014

lunes, 18 de agosto de 2014

Ciento noventa y ocho

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Tomar conciencia anticipada de cuanto 
se nos viene encima pese a ignorarlo. 
Estar despiertos.
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viernes, 15 de agosto de 2014

martes, 12 de agosto de 2014

Ciento noventa y seis

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Los amores que tuvimos 
nos sostienen de por vida 
en sus sólidos (a)brazos.
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domingo, 10 de agosto de 2014

Ciento noventa y cuatro

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Mutatis mutandis, la querencia que exhibimos por 
ciertas personas nos envilece. 
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lunes, 4 de agosto de 2014

Ciento noventa y dos

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El pasado inmediato nos deslumbra 
con el fulgor previo de la desmemoria.
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viernes, 1 de agosto de 2014

jueves, 31 de julio de 2014

Ciento noventa

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El desprecio es a menudo desconocimiento; 
exhibir una ignorancia que ha dejado de saberse despreciable.
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miércoles, 30 de julio de 2014

Ciento ochenta y nueve

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Nostalgia por una impresión de futuro duradera y firme. 
Dícese, en su forma derivada, de quienes no cejan.
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viernes, 25 de julio de 2014

Las otras criaturas, de Eugenio Mandrini

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Criaturas abis(m)ales
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Si las criaturas a las que alude el título son otras es porque acostumbran a pasar desapercibidas; envueltos como estamos en el fragor de la actualidad, habituados a no prestarles la atención que merecerían. Tras haber cultivado la poesía y antologado a los letristas del tango, el escritor argentino ha reunido en su segundo libro de microrrelatos a esas otras criaturas para dar cuenta de su singularidad, y mostrarnos sus hazañas. Recuérdese, además, que su anterior libro de narrativa brevísima se titulaba Criaturas de los bosques de papel.
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Varios son los seres que aparecen de forma recurrente en estas piezas de factura concentrada y aliento poético, transidos de memoria y estupor: ángeles desahuciados («Breve historia del fin de los ángeles», «Ocio en otoño», «Niños II»), ciegos visionarios («Parpadeos», «Los expulsados» o «Prueba de vuelo»), chiquillos que tiemblan de abandono (en la serie de «Niños») y miedo (en «Primeros goteos de la desilusión»), junto con toda clase de pájaros cautivos, como ocurre en «Canto quemado», texto que rezuma sensualidad y contención; mientras que «Ese pájaro» propondría un acercamiento humorístico al motivo del ave como trasunto del artista.
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Todos ellos son convocados por Mandrini para que desgranen su historia, bien en boca de un narrador en tercera persona bien en primera, y ponernos sobre aviso. Tal como sucedía en las fábulas de Augusto Monterroso, la posible moraleja o enseñanza que pudiera haber en Mandrini se halla hábilmente disuelta en el texto, implícita, sin que ambos escritores compartan mayores semejanzas. No en balde los rasgos predominantes en los microrrelatos de nuestro autor no son la ironía y el ingenio del escritor guatemalteco, sino más bien el tono marcadamente poético de sus piezas, alejado del narrativo común en este género, llegando a emparentarse por su temática sentimental y tono extasiado con los microrrelatos y poemas en prosa de Juan Ramón Jiménez.

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Las transformaciones que se narran guardan estrecha relación con los procesos subjetivos que experimentan los diversos personajes, ya sean animales o personas ya fenómenos físicos o fantásticos, tales como el espejismo del desierto, o las figuras del fantasma y el inmortal. Aparte de la nostalgia por el paraíso perdido, otras veces el sentimiento de amenaza o de violencia contenida se erige en variante de dicho motivo: así sucede en «Mamut en la noche inmensa», un microrrelato con la función de prólogo donde la alucinación de lo temible perdura en el personaje tras haberse arrancado los ojos. De igual modo asoman en sus páginas las figuraciones de la Muerte y el Tiempo, y el “dulce animal amargo” del Amor, que suele mediar entre ambos; lo vemos en «Del amor invencible» o en «Del amor y la muerte». A menudo adquieren protagonismo personajes tan etéreos o abstractos, tan fantasmales, como el espejismo que aparece personificado en «No todo es desierto en el desierto», o el reflejo y la sombra, que remiten, respectivamente, a la identidad cambiante en «Ventanas para mirarse», y al motivo del doble que aparece en «Metas» o en «Algo más que un cross a la mandíbula», pieza que recuerda los textos de Neutral Corner, de Ignacio Aldecoa.
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Mandrini convoca a todos estos seres heterodoxos con el fin de que nos hablen al oído, en un tono cercano a la confesión, para transmitirnos una suma de revelaciones y alumbramientos, de confidencias. De ahí que sean criaturas que desean o dan cuenta de las ilusiones perdidas. Cabe señalar, en este sentido, la dedicatoria con que encabeza el libro: «A los sueños y las pesadillas de donde proviene casi toda la realidad». Su estilo narrativo está marcado por la revelación y el misterio, por una voz que no desdeña –cuando así lo requiere– el recurso del humor contenido.
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Resulta imposible detenerse en todas las piezas de mérito que aquí confluyen. De entre las 102 que componen el libro, destaco el micro de cierre, una declaración de intenciones, además de ser una poética. Lo transcribo entero por su interés. «Al Canon»: “Dejen que los poetas escriban la noche. / Dejen que los novelistas escriban la distancia. / Y dejen que nosotros, los de la breve y brevísima ficción, / escribamos el relámpago”. Sea.

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* Esta reseña ha sido publicada en el número doble de julio-agosto, 368-369, de la revista de literatura QuimeraLa ilustración es de Paula Bonet.
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jueves, 24 de julio de 2014

Ciento ochenta y siete

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Despertar con la razón al sueño. 
Despertar con razón al sueño. 
Razonar a pierna suelta.
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viernes, 18 de julio de 2014

miércoles, 16 de julio de 2014

sábado, 12 de julio de 2014

Ciento ochenta y cuatro

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¿Acaso no son siempre ficción 
los relatos que baraja nuestra memoria?
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sábado, 5 de julio de 2014

martes, 1 de julio de 2014

Ciento ochenta y dos

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La estupidez propia de creer ajena la estupidez: 
la enajenada estupidez propia.
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sábado, 28 de junio de 2014

Ciento ochenta y uno

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El disimulo es siempre la esquina más secreta (y expuesta), 
el paño donde enjugamos nuestros olvidos.
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jueves, 26 de junio de 2014

Tenebrario (Libro de las lamentaciones), de Francisco Silvera


Ceniza y polvo

Autor de varios libros a caballo entre el poema en prosa y el microrrelato, tiene en su haber una serie de volúmenes (Las apoteosis, Libro de las taxidermias, Libro de los humores, Libro del ensoñamiento y Álbum blanco), cuyas historias versan a veces sobre la muerte como destino incomprensible; así sucede en los cuatro primeros. El presente volumen se enmarca dentro de la tradición de las lamentaciones dispuestas conforme al abecedario hebreo. Aquí Silvera divide sus poemas en prosa en dieciséis episodios o pasos, en los que un narrador en segunda persona invoca a su hija muerta durante la noche de vela. Se trata, pues, de un lamento individual, aunque el conjunto quepa interpretarlo como una oración fúnebre. Respecto al título, debe considerarse que los tenebrarios son candelabros con un pie alto, si bien con quince velas, que se encienden en los oficios de tinieblas de Semana Santa.

El libro se vale de un crescendo dramático durante el cual el padre trata de encajar el golpe que supone recuperar, dos meses después, el cuerpo de su hija ahogada. «Nada es la muerte y nada la razón (…). Nada es lo humano», empieza diciendo. Frente a ese vacío, la verdad de sus restos mortales se impone rotunda. Desde el mismo arranque, pues, un sentimiento nihilista recorre el ánimo del padre. En el segundo texto se pregunta por el asesino, cuya presencia siente porque todo está oscuro («lo roza el aire como a ti, como a tu cuerpo podrido que miro flotar en esta ría velada de aceites»). Mientras la noche avanza, percibe que su hija está fuera de él y es la tarde y el pájaro, hasta sentirse en comunión con ella («yo sólo te miro como miraría un muerto a otro muerto»). E invoca al aire y la nada como en una letanía. Para terminar descubriendo que los muertos verdaderos son los otros, esa parentela presente que lo mira y murmura, todos esos extraños que lo compadecen sin entender; por el contrario, «qué daño me hace verte tan viva, tan linda hecha tarde». Y es tal la crudeza de su padecimiento, ese recrearse sin fin, que casi resulta irreverente («te quiero con la camiseta rota, comida, el diente quebrado y tus manos deformes, tus cuencas hinchadas, qué linda y yo qué tranquilo viéndote muerta sin remedio»).


Hacia la mitad del libro, el dolor se ha hecho insoportable, aunque siga sin poder llorar. Camino del tanatorio, el padre experimenta la revelación de su inmortalidad porque «nada puede matarme ya». Y la conmoción alcanza su cénit en el reconocimiento del cadáver, «—no eres tú—», repite sin descanso, cuando «la vida es un vacío entre dos nadas», como sabía Quevedo, «que se disuelve en el vendaval del tiempo». Por fin encuentra un respiro en la sala de espera, al pensar en los viejos, en su vejez, «no, hija, tú serás una niña para siempre y yo, tu padre», mientras prosiguen las revelaciones. El narrador se ha sentido culpable por no haber podido acompañarla durante su muerte, ni tampoco socorrerla o consolarla. Con la llegada del alba, se pregunta qué va a ser de su vida, pues no hay modo de seguir con esa certeza. El libro, de una intensidad perturbadora, concluye entonces de forma abrupta, dispuesto el narrador a no añadir palabra alguna.

Es este un volumen escrito desde el límite de la palabra o del dolor, desde la ausencia de sentido; con numerosas sinestesias e hipálages que barajan percepciones exteriores con sentires profundos para mejor dar fe. En sus páginas predomina el tono de confesión y el recogimiento de una voz que se dirige a su hija fallecida. Es probable que al lector le quede la sensación de haber asistido a su pensamiento desnudo, al soliloquio de un narrador que no duda en recurrir a un conjunto de imágenes lacerantes o al empleo de un lenguaje emocionado.



* Esta reseña ha aparecido en el número de junio, 367, de la revista Quimera. La ilustración es de Miquel Rof. 

domingo, 22 de junio de 2014

Soledad colmada

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El vacío está lleno de ausencias. 
Habitado por ellas,
percibo mi soledad colmada.
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jueves, 19 de junio de 2014

miércoles, 11 de junio de 2014

domingo, 8 de junio de 2014

jueves, 5 de junio de 2014

martes, 27 de mayo de 2014

domingo, 25 de mayo de 2014

Bulevar, de Javier Sáez de Ibarra


El fondo de la superficie

¿Puede escribirse una prosa narrativa sostenida en el puro argumento, sin aderezos, aparentemente desnuda; que huya “de la metáfora en todas sus manifestaciones”? Se trataría, en todo caso, de un ejercicio de contención, aun cuando el autor sepa que el poder asociativo de la palabra es la base misma de lo literario. Semejante propósito, desgranado en la «Defensa» que encabeza los dieciséis relatos de este libro, parece haber servido de estímulo a Javier Sáez de Ibarra: abordar unas historias al margen de los mecanismos retóricos propios de la ficción narrativa. ¿Pero es posible un lenguaje literario que sea sólo denotativo? Acaso un ejemplo extremo sea «Enciclopedia occidental», donde se limita a reproducir una lista de boda interminable en una escalada hacia el absurdo de efecto hilarante, en la que cada obsequio que se añade resulta más ridículo y prescindible que el anterior. Y, sin embargo, las distintas narraciones que desfilan por este muestrario lo hacen desde un lenguaje por momentos connotativo, capaz de ofrecernos un mosaico vivísimo del acontecer humano, no menos cotidiano en su peripecia, silencios y sobreentendidos, ni lacónico o fragmentario en sus finales abruptos, como si el cuento optara por replegarse tras haber esparcido su dosis oportuna de emoción.


En «Permiso», el primer relato, un operario va a recoger a una mujer a la que corteja y, anticipándose a la cita, la observa en su trabajo, agazapado. De hecho, la espía convirtiéndose en un intruso, momento en que el relato concluye. El cuento había arrancado poco antes con el protagonista desenvolviéndose en su faena, irrumpiendo esta vez en la esfera privada de su jefe, quien no duda en llamarle la atención. En manos del lector se deja, pues, la asociación de ambas escenas concatenadas, para que sea él mismo quien saque conclusiones. Este procedimiento de mostrar sin inmiscuirse apenas está presente en varios relatos, en la estela de Cheever o Carver. Así, en «El señor Remáser», por ejemplo, donde dos hombres comparten habitación en un hospital sin que, aparentemente, suceda nada extraño. Cristóbal recibe las visitas y atenciones de sus familiares y amigos; en cambio, Esteban, solo y abatido, parece dispuesto a morir mientras escucha música gospel por todo consuelo. Nada más se cuenta, ni falta que hace. Pero quizás el relato que yo prefiera sea «La reina», con la batalla que entablan un padre y su hijo a lo largo de una serie de jugadas de ajedrez; interrumpidas de golpe por la boda del joven a la que el padre no acude, pues «si la Reina es la pieza más valiosa (…), no importa lo que hagas con ella. Gana el Rey que se mantiene en pie hasta el final». Mientras que en «Sacar al perro», la relación de una chica con el chucho que lleva a pasear condiciona, a su vez, la evolución de la que inicia con su amante. Otro de los cuentos que prefiero es «Fuerza», un ejemplo de contención narrativa donde lo que se silencia pesa más que lo relatado. O «Termina primero», en que la ausencia de culpa empuja a unos chicos inconscientes a poner en la picota al profesor, que será quien aparezca como único responsable, con el beneplácito del director de la escuela.

Además, Javier Sáez de Ibarra lleva a cabo una serie de experimentos formales de otro orden en varios cuentos. No sólo construye y deconstruye el armazón del volumen barajando sus partes y explicitando ampliaciones posteriores, sino que varios de ellos son tanteos en sentido estricto: así ocurre en «Manda aquí», donde la forma condiciona el contenido, tal como desvelan las notas a pie de página; en «Una historia reciente», un ready made capaz de otorgar nuevos sentidos a la re-contextualización de las páginas de un libro de texto, o en «Actividades de refuerzo», tan vinculados los dos últimos, junto al relato de cierre, con su trabajo de profesor. «Bulevar», el cuento que da nombre al volumen, podría leerse como una poética en la que, frente a lo que pudiera parecer, Marcos ha aprendido a escribir de forma velada, a ser él mismo misterioso. En resumidas cuentas, el experimento que se plantea el autor resulta sugerente en conjunto, si bien no siempre se cumple a rajatabla las premisas de que parte.

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* Esta reseña ha aparecido en la revista Quimera, número 366, correspondiente al mes de mayo del 2014. El dibujo de la cubierta es de Susana Pozo.
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sábado, 24 de mayo de 2014

miércoles, 21 de mayo de 2014

Ciento setenta y cuatro

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Por fortuna, a los humillados siempre 
les quedan arrestos para levantarse.
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sábado, 17 de mayo de 2014

Remolineando (sic)

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Mientras doy el paseo de la tarde, caigo en la cuenta de que un remolino se ha empeñado en rebasarme. Lo sé por las infinitas vueltas y revueltas de pelusa que eleva, raudo, por los aires. Desde hace un buen rato está como queriendo asomarse. Entonces, corporeizada por él, tomo de golpe conciencia: nada de lo que no vemos deja de ser en ningún instante. Lo que sucede nos atraviesa.
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domingo, 11 de mayo de 2014

Ciento setenta y dos

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Todo exceso es una traición:
        al sentido de la medida,
        a la propia vergüenza,
        al justo medio,
        al medio más justo;

en fin, una injusticia que nos inf(l)ama en demasía.
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jueves, 8 de mayo de 2014

Ciento setenta y uno

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A partir de cierta edad, la vida se nos resbala a cada rato de las manos.
A partir de cierto momento, la vida se vuelve endiabladamente incierta.
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martes, 6 de mayo de 2014

lunes, 5 de mayo de 2014

Ciento sesenta y nueve

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Con la pleamar, las corrientes marinas se dedican 
a escu(l)pir en la orilla nuestro retrato más anfibio.
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sábado, 3 de mayo de 2014

viernes, 25 de abril de 2014

Por si se va la luz, de Lara Moreno



A oscuras

Esta es la primera novela de una autora que ya tiene en su haber libros de cuentos y de poesía, además de un atractivo blog, Guarda tu amor humano, donde publica con frecuencia excelentes fotos, y sus prosas breves y poemas. Por si se va la luz nos sitúa, desde el mismo arranque, en una atmósfera de incertidumbre y malestar que irá agradándose a medida que avance la trama, hasta concluir de forma abrupta e inesperada en un epílogo no menos violento. Se compone de dos partes: invierno y verano, separadas por una elipsis con la que prescinde de la bonanza de la primavera, y una coda final igual de extrema y trepidante que las secciones anteriores; como si todo ello respondiera al estado de necesidad y lucha en que se encuentran los personajes. Si algo pudiera concluirse de la lectura de esta narración sería que tanto en el arte como en la vida, avanzamos a oscuras.

Nadia y Martín son una pareja todavía joven y sin hijos que decide mudarse a un pueblo semiabandonado, lejos de todo progreso, para recuperar las riendas de su vida y, sobre todo, poner freno al cúmulo de angustias y desvelos que el mundo civilizado no ha conseguido atemperar. En esta mudanza que es a un tiempo una desposesión material y una purgación interior, Nadia, una artista reconocida en su pequeño círculo de amigos y colegas escultores, lo deja todo y accede a ir en pos de Martín, acaso el más hastiado de los dos; con la esperanza inevitable de que esta huida de la urbe suponga para ambos una nueva oportunidad.

En este pueblo, que una misteriosa organización les asigna para vivir, solo habitan tres solitarios más. La existencia de dos de ellos, Elena y Damián, ya casi ancianos, gira en torno de sus pequeñas rutinas diarias, sin mayores pretensiones que seguir adelante y hallar sentido a sus quehaceres, y alcanzar cierta felicidad a la medida de sus pequeñas vidas; otra de las lecciones de esta novela en que los viejos tienen aún mucho que enseñar a los jóvenes. Elena se comporta como una bruja buena, o bien como un demonio egoísta, pero más allá de las apariencias y sus modos bruscos, lo cierto es que la comunidad que forman se alimenta y sobrevive gracias a su crianza de animales de corral, y a sus habilidades como curandera, en una especie de vuelta súbita de todos ellos a una economía de trueque y de ayuda mutua, de subsistencia.



De hecho, Elena salvará a Nadia de unas fiebres terribles, y también al viejo Damián, de la misma manera que Nadia brindará su compañía y atenciones velando, cuando sea preciso, la enfermedad del anciano. Por su parte, Martín será guiado por Enrique en su adaptación inicial, al tiempo que este, dueño del único bar abierto y de una biblioteca secreta que hará las delicias de Nadia, gozará en todo momento de la compañía que estos jóvenes recién llegados le ofrezcan, aún con el misterio, las esperanzas y el entusiasmo juvenil casi intacto. Y sin embargo, con el tiempo se establecerá, de forma natural, una serie de afinidades y rechazos entre ellos, modificando, y enturbiando en ocasiones, antiguas relaciones que hasta entonces se habían conservado. Es el caso de Elena y Damián, cuya amistad se enfría con la aparición de Nadia. Semejante revuelo provoca también el regreso de Ivana, esta vez acompañada por Zhenia, quizá los dos personajes más libres de la novela junto con Martín, quien experimenta en su transcurso un giro de ciento ochenta grados, pues ambas han aprendido a esperar poco de los demás, o sólo cuanto les conviene, y a bastarse a sí mismas, aunque Ivana, llegado el momento, cambiará al encariñarse de la niña Zhenia.

La prosa delicada de esta autora, sustentada a base de pensamientos apenas esbozados e imágenes de una fuerte carga connotativa, con un lenguaje rico y asombrosamente elástico, nos muestra poco a poco las interioridades y recelos de estos personajes, mientras va trenzándose entre ellos un tapiz de afectos y desafectos cada vez más evidentes (los diversos capítulos narrados en primera persona o en estilo indirecto libre redundan en este sentido). O descubren, perplejos, que ese mundo alzado con escasos pobladores y la supuesta protección de una organización, puede venirse abajo –también- de la noche a la mañana, tras entrever la muerte anunciada de los dos viejos, verdaderos pilares de esta pequeña sociedad, o la súbita desaparición de esos desconocidos a quienes proclamaron sus salvadores; momento terrorífico en el que el anhelado y glorioso futuro se extingue sin más. Y entonces, sí, ya no hay luz ni amor ni amistad que valga.

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* Esta reseña ha aparecido en la revista Quimera, número 365, correspondiente al mes de abril del 2014. 

lunes, 21 de abril de 2014

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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.


Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"