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lunes, 28 de mayo de 2018

Objetos frágiles, de Inés Mendoza


En busca siempre

El denominador común de los dieciocho relatos que recoge la autora en este segundo libro es ir en busca del tiempo perdido, a la manera de Proust, de la esencia esquiva de las cosas, de su sentido profundo. Tras un primer volumen de gran calidad, El otro fuego, Inés Mendoza divide la presente colección de cuentos y microrrelatos en tres partes de título enigmático, ordenándolos de tal forma que parece como si fueran cediéndose el paso los unos a los otros. El tiempo, la amistad y la fragilidad de la vida son sus temas.

El primer cuento es de una belleza rotunda. De factura simbolista, «Nostalgia del velero» se titula, narra con lenguaje erótico la afrenta que padece una embarcación tras ser trasladada al jardín de unos amigos como mero objeto decorativo; perdiendo así no sólo los atributos propios de su naturaleza, sino también su dignidad; lo que aquí podría valer por cualquier usurpación que hombres, objetos y espacios padecen a diario de continuo; sin importarles a los usurpadores que con ello se desnaturalice su papel, sentido y función. El cuento vendría a ser un lamento ante la pérdida anunciada del valor de las cosas, si bien el mismo bajel confía en una posibilidad de redención. Este relato prólogo da buena cuenta del tono general que recorre el libro, a vueltas misterioso y enigmático, casi siempre onírico, con la salvedad del último texto, «Todo lo sólido», de factura más explícita en mi opinión. ¿Apunta, acaso, un nuevo camino en su trayectoria narrativa?

«Despedida», el primer microrrelato, es un canto a la amistad y a la felicidad voluble que esta conlleva de forma inevitable, cuando termina por abandonarnos. La pieza parece guardar relación con los relatos «En el faro» y, de nuevo, con «Todo lo sólido»: mientras en el primero se narra la amistad íntima de dos mujeres, en el segundo los tres amigos acaban compartiendo una relación que va más allá y con la que acaso no contaban. Por el contrario, en «Hopperiana» Mendoza nos muestra el suicidio de una sombra en medio de una ciudad incomprensible, a la que el narrador ha llegado  sin recordar por qué; si bien acaba descubriendo que gracias a su mirada extranjera, las cosas “dejan de ser persianas, ventanas o cornisas para resucitar en formas puras”. Se trata de la ciudad misteriosa y vanguardista por excelencia, una Nueva York en la que el tiempo se ha detenido, acercando el cuento a la estampa poética. No en vano, lo único que fluye en él es la voz de la conciencia del narrador, quien, indeciso como la sombra que observa deslizarse en la fachada opuesta, se interroga por el motivo de su viaje, como si él mismo acabara de nacer.


El micro que le sigue, «Deconstrucción de la marquesa», cuestiona, con buenas dosis de ironía, el cultivo de una estética realista que no se atreva a contravenir siquiera “la materialidad de su propio cuerpo”; mientras que «Correspondencias», de apenas tres líneas de extensión, utiliza la elipsis de forma radical, acaso el ingrediente más difícil en la escritura de microrrelatos, epítome del misterio que estas piezas contienen. «Petite place de gare» me ha parecido la decantación misma de la obra pictórica (y no menos narrativa) de Paul Delvaux, también belga como esta historia que transcurre de noche en una estación semiabandonada. Aunque haya en su desarrollo un guiño a la sombra del cuento «Hopperiana», me ha gustado especialmente la elección de un lenguaje plagado de imágenes surrealistas y deslumbrantes, al servicio de un misterio que nunca se agota, con ecos de las leyendas de Bécquer. Todo el relato está ordenado a partir de la sucesión de una serie de escenas de suma teatralidad, de ahí la importancia de los escenarios y de los objetos que en él intervienen.

«Mohr, la que huye de la luz», por su parte, parece escrito en un lenguaje más depurado; a medio camino entre Julio Cortázar y ─digamos─ Ángel Zapata. He creído ver aquí un homenaje velado a los habitantes de Venezuela; un país de gentes luminosas cuyas vidas han de soportar, no obstante, los embates de una política desestabilizadora; resignadas ─cuando no condenadas─ a un destino poblado de tinieblas que deben encajar con la mejor disposición. «Epifanía del enemigo», de lenguaje onírico y simbolista, bellísimo, es un himno a ese reverso de la amistad en que se convierte a menudo el amor. Mientras que «Disolución de los mapas» parece servir de pórtico, un vez más, al cuento que le sigue, «Las ciudades perdidas», el cual enlaza, en su evocación poética, con «Petite place de gare», pero también con «Hopperiana» y, acaso, con la rosa-ciudad que protagoniza «Estado de sitio», donde asistimos a un canto a la belleza como campo de batalla.

En «Arcontes», precisamente, un sabio anciano recluido en su torre, que siempre había soñado con sumergirse “en el fondo del caos”, observa la llegada del Armagedón. Se trata de un relato a favor del misterio y el caos primigenio (anticipado en «Las invasiones»), y contra la presunta razón que nos gobierna desde el llamado Siglo de las Luces, responsable de haber tasado y constreñido el transcurso y la sustancia de las horas. En la tercera parte, el microrrelato «Umbral» franquea, de nuevo, el paso del lector a la siguiente narración, «Naturaleza muerta», protagonizado por un amasijo de restos en aparente confusión aunque con un mismo destino. En él apreciamos cómo Inés Mendoza evoluciona de un simbolismo poético hacia un expresionismo de cariz existencialista que me parece que logrará captar el interés de los lectores, tal y como ha conseguido interesarme a mí.

* Esta reseña ha aparecido, en su versión reducida, en el número 413 correspondiente al mes de mayo del 2018 de la revista literaria Quimera.


lunes, 30 de abril de 2018

Una vida prestada, de Berta Vias Mahou



Mi corazón es una cámara



En una entrevista reciente la autora reconocía que más que la biografía en sí, le había interesado recrear en sus últimas novelas las vidas contrariadas ─amenazadas o cuestionadas en algún momento─ de personajes como Albert Camus (Venían a buscarlo a él, 2010), o el torero José Sáez, quien guardaba un enorme parecido físico con El Cordobés (Yo soy el otro, 2015). Incluso cabría relacionar esta última novela que gira en torno de la misteriosa artista que fue la niñera y fotógrafa Vivian Maier con Los pozos de la nieve (2008), por el uso en ambas de la segunda persona del singular, y que aquí le sirve para dar voz a una mujer que se pasó la vida escondiendo sus fotografías; tratando de poner a salvo una vocación y un arte que sentía peligrar ante la mirada prejuiciosa de esa misma sociedad burguesa para la que trabajó cuidando de sus vástagos.



La Vivian Maier que retrata Berta Vias Mahou ni se casó jamás, ni tampoco deseó formar un hogar propio, con obligaciones y ataduras. Antes bien, prefirió vivir en casas ajenas con un sueldo modesto, haciéndose cargo de los hijos de las familias pudientes, a cambio de disponer de una habitación propia que tuviera una cerradura y poder salvaguardar así su preciosa libertad. El título de la novela remitiría, en parte, al encargo que la autora recibe de la editora Silvia Querini para novelar la misteriosa existencia de esta mujer, de la que apenas si se sabía nada; con el objeto de ofrecernos una reconstrucción verosímil no sólo de la rutina diaria que probablemente jalonó su existencia, sino de su forma de mirar y de aprehender la vida ajena ─y también propia─ a través de su cámara, una Rolleiflex para profesionales, lo que da verdadera cuenta de que Vivian Maier siempre fue consciente de su condición de artista.


La novela se compone de siete capítulos. En el primero, un narrador de ochenta y tres años echa la mirada atrás para hacer balance. Resulta interesante desde el principio el juego de espejos que se establece entre esa voz narrativa predominante y las identidades cruzadas de las dos mujeres que la sustentan: Vivian Maier y Berta Vias Mahou, a lo que contribuye la alternancia de puntos de vista, sin solución de continuidad, de la segunda persona a la tercera e incluso, en ocasiones, a la primera. No en vano, el artista, ya sea pintor, escritor o fotógrafo, percibe la realidad desde el filtro de su mirada personal para devolvérnosla aumentada, perfilada de un modo nuevo. Capaz de revelar su verdad contingente. «Hay que ver lo que no se ve», reconoce la narradora protagonista.

En el capítulo titulado «Castillos en el aire», menciona algunos datos biográficos de quien fuera esta mujer para mejor comprender sus decisiones vitales (de Nueva York, se muda finalmente a Chicago) y dar cuenta de su vocación secreta. Pero es en el tercer capítulo, «La charca», donde accedemos por fin a la concepción artística de esta fotógrafa independiente, a propósito de la exposición «The family of man», celebrada en el Museo de Arte Moderno de Nueva York en 1955, y que había de suponer, al decir de la crítica, la conquista de la mayoría de edad para la fotografía como arte y medio de expresión; una muestra que la niñera recorre mientras comenta, a salvo de camarillas y aplausos sociales, qué opinión le merece toda esa mierda celestial… 

Pero la autora no sólo fantasea acerca de dos posibles historias de amor que frustraría la propia Vivian Maier, sino también sobre el tipo de persona y de niñera que Vivian debió de ser en realidad: una especie de Mary Poppins con ansias de justicia social a lo Robin Hood (pp. 122 y 130), dispuesta a bautizar con verdaderos nombres a los niños que cuida (León Azul, Pájaro Furioso y Orejas de Murciélago) y hasta al hombre que la corteja con bastante éxito (el Lechero Enamorado), además de a aquellos otros seres al margen de la sociedad con los que tan a gusto se siente (Cara Quemada, Cuerpo Torcido y Corazón Picado); o las mellizas A y B, tan iguales y asimismo tan distintas. Todos ellos formarían «La banda», su verdadera familia. En el último capítulo, la autora vuelve a adoptar el punto de vista del comienzo para ofrecernos, al cabo, una Vivian Maier no menos misteriosa y atractiva de lo que se entrevé en sus fotografías; una mujer alta y huesuda, de orígenes judíos y fuerte personalidad. «¿Qué soy? Una espía sin sueldo. Una artista sin público. Una hembra sin macho. Sin manada (…) Sí. Soy una máquina. Implacable. Y mi corazón es una cámara», parecen decirnos a coro Vivian Maier y Berta Vias Mahou.



* Esta reseña ha aparecido, en su versión reducida, en el número 412 correspondiente al mes de abril del 2018 de la revista literaria Quimera. La ilustración de la cubierta es de Mireia Pérez.


miércoles, 4 de octubre de 2017

La quietud, de Ignacio Ferrando

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Tras la tempestad
            
Autor fecundo, con varios libros en su haber, ya se trate de novelas (Un centímetro de mar, 2011) o de cuentos (La piel de los extraños, 2012, Premio Setenil), entre otros, Ignacio Ferrando nos propone en estas páginas un viaje iniciático sembrado de obstáculos, tales como aquellos que surgen durante la adopción en un país extranjero o la asunción de una paternidad de la que Héctor, el narrador protagonista, recela. Este profesor de arquitectura ronda la cuarentena cuando Julia, su exmujer, le pide que la acompañe hasta la Rusia profunda, como si fueran una pareja feliz, para ir a buscar a Dimitri, el niño que les han asignado en adopción cuando aún estaban juntos. Se trata, por tanto, de una propuesta insólita, plagada de fingimientos y acaso determinada por la urgencia de Julia de aprovechar la que quizá represente su última oportunidad de ser madre. Por extraño que pueda parecer, Héctor aceptará viajar con ella hacia lo desconocido, aunque, perplejo ante su propia decisión, se muestre resuelto a averiguar si en el fondo sigue enamorado de su exmujer. Antes, sin embargo, tendrá que revelarle a Ann, su joven novia, una verdad difícil, mientras le escamotea su huida con Julia para no herirla más de la cuenta, lo que supone para su incipiente relación un verdadero revulsivo. Hasta aquí, la exposición del argumento a grandes trazos.
           
A partir de este ambicioso planteamiento, Ignacio Ferrando profundiza en las múltiples complicaciones que trae consigo la adopción, en su mayoría de tipo burocrático, pero también culturales, pues ellos representan a ojos de esas gentes sencillas el feroz capitalismo que los está diezmando como país. En cualquier caso, lo fundamental estriba en el hecho de que Héctor y Julia deberán empezar de cero a fin de poder afrontar juntos una serie de dificultades, mientras encadenan un problema tras otro y sus empeños parecen condenados al fracaso, pues no otra cosa cabe prever de la gélida Rusia en la que se adentran atemorizados, un paisaje que no muestra por ellos –en apariencia − la menor comprensión.
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Por la novela deambulan también otras parejas más o menos estables que acarrean sus mismos sueños, como la compuesta por las italianas Cinzia y Cornelia, dos auténticas luchadoras resueltas a ponerse el mundo por montera; junto con la presencia en la sombra del padre del narrador protagonista, un espejo que le permite a Héctor cuestionarse su futura paternidad, además de su comportamiento como hijo.
           
La novela se lee con fluidez, como si Ignacio Ferrando la hubiera escrito en estado de gracia. El caso es que no se perciben escollos y las diversas subtramas parecen hilarse dándose el relevo en el momento adecuado, ya sea para emerger como acicate del argumento principal, ya para servirle a éste de contrapunto, sin que ningún elemento chirríe. Acaso esté de más decir que la prosa del autor, limpia y torrencial, muy cercana en ocasiones de la revelación o la parábola, llega a hacerse invisible de tan elocuente, pues ya desde el mismo arranque el lector es conducido por distintas peripecias, y a las situaciones a que dan lugar, a través de la cimentación de imágenes de gran fuerza visual, de poderosa seducción.
   
Tras la tempestad llega la calma o la quietud de este libro lleno de sabiduría y buen hacer. Es probable que sea el propio temor al fracaso que persigue con tenacidad a su protagonista, el sentimiento que lo haya empujado a emprender una travesía llena de peligros, de la que sale airoso, y, en especial, a afrontar una paternidad conflictiva y dudosa. Y siendo todo ello así, se trata a su vez de una novela que bucea de manera incansable en los misterios de las relaciones amorosas, en sus pasiones y engaños posibles, a menudo plagados de imprevistos. 
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* Esta reseña salió publicada en la revista de literatura Quimera, núm. 405, el pasado mes de septiembre.

lunes, 7 de agosto de 2017

La hija del comunista, de Aroa Moreno Durán

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De muros, traiciones y desengaños
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Cuando están a punto de cumplirse cien años de la Revolución de Octubre, La hija del comunista viene a cuestionar una vez más, y podría sumársele la reciente novela de Ioana Gruia, El expediente Albertina, donde se narra la vida de un grupo de mujeres rumanas en los difíciles años del comunismo, los mitos y falsedades que perviven entre cierta izquierda europea en torno a este régimen político, tras décadas de comportamientos dictatoriales. En esta ocasión, se trata de la primera novela de una autora que ya tiene en su haber dos libros de poemas: Veinte años sin lápices nuevos (2009) y Jet lag (2016); dueña de una prosa dúctil y maleable que ahora no duda en poner al servicio de una historia estructurada en cuatro partes: «El Este», «La tierra de nadie», «El otro lado» y «Vaterland», cuyo recorrido cronológico y espacial por los principales sucesos históricos y vitales de la época irá desgranando en primera persona Katia Ziegler, la protagonista aludida en el título.
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Así, en la primera parte, la más extensa del conjunto, observamos la vida doméstica de un matrimonio español con dos niñas pequeñas, refugiado en Alemania tras la guerra civil española, desde los ojos de la mayor de las hijas, a partir de los recuerdos que atesora del Berlín de 1956 a 1971. Gran creadora de atmósferas, la autora recompone la sensación de peligro que experimenta Katia por vez primera un día de 1961, tras cruzar la frontera del Oeste para recoger unas cartas que le dirige a su madre la familia de España, lo único que parece sacarla de su tristeza crónica; mientras el padre, un comunista convencido, trabaja en secreto para el Partido en la RDA. O el primer amor de Katia, Thomas, ligado al fuerte desengaño que experimenta la joven poco después; o su encuentro con apenas 19 años con el extraño chico del otro lado, que la vigila y pretende, enamorándose Katia del misterio que lo envuelve. En esta parte inicial, se prepara el terreno para la fuga al Oeste de la protagonista a fin de reunirse con Johannes, su futuro marido, repitiendo la huida de su propia madre, que al cabo tampoco fue feliz. No en vano, quien decide dar el salto hacia esa nueva tierra de promisión que representa el Oeste será una Katia melancólica y ausente; más que enamorada, perdida; dejando atrás estudios, amigos y familia y, sobre todo, la posibilidad de labrarse un futuro esperanzador.
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De este modo, la novela podría leerse como la historia de dos mujeres, madre e hija, que entrelazan sus destinos al verse arrastradas por el peso de unas circunstancias políticas paralelas, aun siendo éstas muy distintas. La segunda parte da cuenta precisamente del miedo y los remordimientos que siente Katia mientras huye de la antigua RDA para ir a parar a un pequeño pueblo al suroeste de Alemania, donde de inmediato pasa a ser la chica del otro lado y deberá aclimatarse. Durante la fuga, Katia comprende el sacrificio de su madre al abandonar España para reunirse en Dresde con su marido, las dificultades por las que ella misma habrá de pasar.
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Así, en El otro lado se narra no sólo la nueva vida de Katia como madre y ama de casa, sino también su arrepentimiento creciente por abandonar a su familia y traicionarlos, o al menos así lo entendería el Partido, la constatación de su ya improbable regreso al Este. Si esta tercera parte se iniciaba con la llegada de Katia al Nuevo Mundo y su posterior boda, se cierra simbólicamente a raíz del terrible anuncio que abrirá un abismo en su interior, arrebatándole de un manotazo la venda de los ojos. La parte final, Vaterland, «Patria», aun cuando para Katia también signifique la tierra de mi padre, cumple la función de anagnórisis al narrar el imposible reencuentro de la mujer madura con los suyos tras un limbo de veinte fatigosos años.
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La hija del comunista aparece contada en un tono alejado de cualquier sentimentalismo, que privilegia la intimidad, al tiempo que aporta una visión lúcida sobre la vida cotidiana de quien creyó estar eligiendo su futuro cuando, en realidad, era presa de la rigidez de la Europa enfrentada en dos bloques irreconciliables que destrozaría muchas existencias. A decir verdad, un destino común en las sociedades divididas del momento, en las que, por un lado, los ideales del Estado primaban por encima de las aspiraciones de sus gentes, cuando no se hacía gala, por otro, de una superioridad igualmente ridícula.

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* Esta reseña ha sido publicada en el número doble de julio-agosto, 404-405, de la revista de literatura Quimera. 
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domingo, 26 de febrero de 2017

Ironías, de Ramón Eder


Aforismos plenos

Este volumen pone a disposición de los lectores todos los aforismos que ha ido cosechando hasta la fecha el refinado ingenio de Ramón Eder, género al que ha llegado tras escribir poesía y narrativa, como si su preferencia actual por esta distancia breve lo hubiera recompensado convirtiéndolo en uno de sus mejores cultivadores. Dice Carlos Marzal en el prólogo que «al aforista, más que un pensamiento original, le reclamamos la originalidad de que piense por él mismo, de que tenga un punto de vista propio sobre los asuntos terrenales», pues está convencido, y no le falta razón, de que estos sujetos no son filósofos, sino «paseantes con capacidad de juicio», lo que contribuye a que leamos este libro como una especie de dietario.

Dividido en tres partes, las dos primeras (La vida ondulante y Aire de comedia) se corresponden con los títulos y la disposición en apartados de otros volúmenes anteriores. Cabe destacar cómo a partir de la segunda parte introduce una clasificación distinta, consistente en agrupar los aforismos de forma seriada como si fueran capítulos, lo que acaso le sirva al autor para señalar más fácilmente su fecha, tal como esperaríamos de la lectura de un diario, al tiempo que nos permite seguir el hilo y el avance de sus pensamientos. En este sentido, la tercera y última parte, titulada Aforismos del Bidasoa, prescinde por completo de la anterior ordenación en apartados, para apiñar las distintas piezas (“frases”, en expresión del autor) en 21 episodios. El título general con que ahora los reúne, al margen de coincidir con la denominación de una de las secciones de La vida ondulante, da perfecta cuenta del tono y de la levedad de su escritura. De hecho, el humor suave que supone el empleo de la ironía está muy presente en una concepción del género que no rehúye la ambición ni la hondura de las piezas.
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Como resultaría inútil parafrasear sin finura el sentido de sus composiciones, prefiero destacar, de entre las muchas brillantes que contiene, unas cuantas que me parecen memorables: «Uno nunca se arrepiente de haber sido feliz»; «La transgresión siempre merece un castigo, o un premio»; «La familia es una maquinaria atroz si no es el espacio del perdón»; «Toda idea brillante es una mera simplificación»; «Nuestras pasiones son grandes actrices»; «Que odien ellos»; «En los textos muy largos siempre falta algo»; o «Yo escribo desde el “yo” para no irme por las ramas del “yo no he sido”». Aquí son frecuentes los aforismos en los que el uso capital de la paradoja se resuelve mediante la asunción de cierto estoicismo de fondo. Pero, de igual modo, me parecen lúcidos otros aforismos que entresaco al vuelo: «El primer amor suele ser el segundo o el tercero»; «Sólo es escritor el que consigue escribir algo memorable», o bien «La experiencia nos enseña que somos incorregibles». De su lectura se desprende cómo en ellos la ligereza y la profundidad se combinan entre sí hasta ensamblarlos a la perfección. 

Pero no sólo nos permite este volumen asistir a la evolución de sus pensamientos como si éstos nos salieran al paso, por cuanto el estilo de Ramón Eder suele atesorar verdades de todo tipo, ya sean cotidianas, políticas, metaliterarias, ya amatorias o estéticas, sin necesidad de recurrir al empleo desdeñoso y antipático de lo excesivamente contundente. Aparte de pergeñar aforismos sobre lo divino y lo humano, dedica unas cuantas piezas a sus escritores de cabecera en una de las series que incluye Relámpagos. En concreto, menciona a Cioran, Jaime Gil de Biedma, Nietzsche, Lichtenberg, Pío Baroja, Josep Pla o al aforista colombiano Nicolás Gómez Dávila, en un homenaje sentido, al margen de que no siempre se muestren ellos partidarios del pensamiento irónico que Eder prefiere, y que acaso siga cultivando en próximas entregas.

A través de sus páginas, por último, y dando comienzo a las distintas partes, o incluso al principio de varios apartados, el autor nos ofrece destilada su propia reflexión en torno al género, resultado de un largo y aquilatado cultivo. «Perfección formal, agudeza, lucidez, ironía y gracia −nos revela− son algunas de las características que salvan al género aforístico. Si no, se cae en la tonta ingeniosidad, en las meras ocurrencias o en la estéril grandilocuencia». Mucho bueno hay, y en grandes proporciones, en esta recopilación que no pueden dejar de leer quienes aprecien el aforismo, la mejor literatura, pues Ramón Eder es uno de sus cultivadores más acertados y exigentes.

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*Esta reseña ha sido publicada en Quimera, número 399, correspondiente al mes de febrero del 2017. 
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viernes, 30 de septiembre de 2016

Andarás perdido por el mundo, de Óscar Esquivias


Territorios felizmente ignotos
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Con varias novelas en su haber y tras publicar los libros de relatos: La marca de Creta (2008) y Pampanitos verdes (2010), el autor agrupa bajo un título de resonancias bíblicas que remite a la maldición que Yavé le dirigió a Caín, catorce cuentos de factura cuidadísima en donde sus protagonistas se nos muestran perdidos, o a punto de encontrarse, en un momento crucial de sus atribuladas existencias. Son historias que transcurren en ciudades tan distintas como Burgos, Florencia, Madrid, Oña, Dakar, Mtsensk, Moscú, Londres, Santa Mónica o París, a caballo entre los siglos XIX y XXI, con una clara presencia de la década de los 80 y 90 del pasado siglo, etapa que se corresponde con los recuerdos de juventud del autor, de los que en ocasiones bebe para recrear atmósferas y episodios vividos. Así ocurre en “La Florida”, de corte netamente autobiográfico, uno de mis cuentos preferidos, o en “El misterio de la Encarnación”, donde recrea con humor agridulce el embarazo no deseado de una niña de 13 años tras haber recibido la educación sexual típica de las escuelas religiosas en la España de entonces.

Estos relatos, compuestos por encargo para diversas publicaciones, tienen como hilo conductor la aparente fragilidad de sus personajes. Todas y cada una de las historias merecen atención, si nos atenemos a su calidad literaria. Y también todas, sin excepción, dan cuenta de la madurez literaria que ha alcanzado Esquivias, al reunir relatos que homenajean, entre otros, a Chéjov, Leskov, Dostoyevski y Dickens; mientras a veces cultiva una experimentación que no rehúye la sátira propia de Juan García Hortelano. Así ocurre en “La última víctima de Trafalgar”, donde aparece el personaje adulto más perdido de todo el libro, el insigne profesor Robredo. O se propone remedar el humor desternillante y disparatado de las mejores ficciones de Mendoza o Eduardo Mendicutti, rastreable en “El Chino de Cuatroca”, divertídísimo de principio a fin, pese a las bromas pesadas que tiene que soportar un sudaca español al que todo el mundo toma por chino; o en “La casa de las mimosas”, otro de los relatos que prefiero, en donde Esquivias lleva a cabo un homenaje al cine y al glamour hollywoodiense a través de las figuras de Greta Garbo y Ramón Novarro, rememoradas en boca de un niño de ocho años a punto de descubrir el misterio del sexo en las miradas penetrantes y los besos de película que a menudo aparecen en la pantalla.
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La temática musical está a su vez muy presente en varias de las piezas mejor resueltas, siendo “El príncipe Hamlet de Mtsensk”, situada hacia la mitad del libro, la más destacada en este sentido. Aquí, se dispone a narrar la historia del joven intérprete Yuri, y los amores sólo a medias correspondidos que mantiene con su amigo Vania, en un relato lleno de sobreentendidos que me ha recordado el cuento con que arranca el libro, “Todo un mundo lejano”, pues en él también aparece una pareja de jóvenes enamorados e igualmente indecisos. Por último, en “El arpa eólica”, de temática asimismo musical, contrapone a un joven Hector Berlioz arrogante y desesperado, con la figura vanidosa de un enorme Luigi Cherubini en una historia llena de humor que bebe, a un tiempo, de Robert Louis Stevenson o del mismísimo Edgar Allan Poe.
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Esquivias domina un amplio registro narrativo que va del cultivo del microrrelato (entre los que destacaría “Curso de natación”), al cuento extenso, de casi 40 páginas (por ejemplo, “La última víctima de Trafalgar”, pieza que podría leerse como una novela corta). Aun cuando esta recopilación se muestre plagada de buenos relatos, “El príncipe Hamlet de Mtsensk” me parece -entre los más extensos- uno de los mejores del conjunto: por la gradual atmósfera que es capaz de construir hasta envolvernos en un verdadero manto de época; así como por las innumerables referencias ambientales y culturales capaces de trasladar al feliz lector a un tiempo y un espacio distintos del suyo, aunque la presencia de la tecnología, tal como ocurre en el primer cuento, termine por afianzar el tiempo narrativo en la actualidad de nuestros días. La ilustración de Asís G. Ayerbe que aparece en la cubierta remite sin duda a este cuento de factura impecable; mientras que la foto del autor en la que aparece con gesto ensimismado subido a un vagón de tren, con unas vías que le sirven de punto de fuga, apuntaría al leitmotiv del viaje de estos catorce espléndidos cuentos.
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* Esta reseña ha aparecido en el número 394 de septiembre de la revista Quimera. La foto de la cubierta es de Gaetano Plasmati.
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viernes, 5 de agosto de 2016

Las efímeras, de Pilar Adón

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De los sueños que no perviven
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Las hermanas Oliver, Dora y Violeta, viven encerradas en La Rouche presumiblemente por voluntad propia, en mitad de una naturaleza desapacible y salvaje. Dicha comunidad pretende mantenerse lejos de la civilización, conforme a unas normas de conducta orientadas al bien común que han recibido como herencia incuestionable. O, al menos, esa es la versión oficial que trasciende a los demás de sus pequeñas vidas. Por su parte, Anita es la descendiente directa de los fundadores de esta sociedad hermética y estricta que no permite a los suyos volver a salir de ella una vez que se ha entrado, veladora a la fuerza de las esencias de este microcosmos que no tolera el menor fallo para garantizar su continuidad. A esta mujer la acompaña Tom a todas partes como si fuera su sombra, intentando convencerla de que lo acepte; dispuesto a lo que sea por ganarse su favor. 
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Así las cosas, Dora parece estar conforme con su destino preestablecido de hermana mayor, dedicada a mantener la casa donde vive salvaguardada por sus perros, un espacio inhóspito en el que hace mella constante la humedad y la podredumbre como trasunto de la eterna amenaza que se cierne sobre los habitantes de esa comunidad. Violeta, por el contrario, no parece resignarse al control y encierro forzoso que le impone su hermana, responsable de que vaya debilitándose hasta enfermar, mientras escribe en una libreta poemas que traslucen sus ansias crecientes de fuga y liberación. En las antípodas de este modo de vida, Denis, el joven por el que Violeta se siente atraída, que fue expulsado de la comunidad, se erige como un modelo alternativo de libertad absoluta, es decir, sin mesura ni control alguno. 
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Frente a estos tres personajes (Dora, Violeta y Denis) que concentran buena parte del drama de esta novela de atmósferas y miedo larvado, Anita y Tom representan la otra cara de la moneda, de nuevo con un reparto de papeles no siempre en consonancia con sus deseos. No en vano, a Anita le gustaría poder pasar jornadas enteras trabajando en su estudio, de espaldas a sus obligaciones, sin tener que velar por sus miembros ni ejercer de juez, dibujando y catalogando una naturaleza que se renueva sin piedad ni límites posibles. Sólo Tom, el eterno aspirante, parece satisfecho con su afán de pertenencia a la comunidad, mientras en secreto desea gobernarla; el único capaz de asegurar tamaño sistema. 
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A partir de la edificación sofisticada de esta sociedad llena de agujeros al margen de su voluntad de perpetuarse, la novela aparece dividida en diez capítulos para mejor contarnos las motivaciones y padecimientos de cada sujeto dentro y fuera de la comunidad, en medio de una Naturaleza que se nos revela como el personaje más oscuro e imponente. El título parece remitir, de hecho, a la imposibilidad de cumplir los sueños que nos animan, a las voluntades y sustancias efímeras que nos definen, de modo que basta alterar las condiciones de convivencia establecidas para que todo nuestro mundo se resquebraje. Así, Dora y Violeta invertirán sus papeles respectivos de hermana fuerte y hermana débil cuando una de ellas rompa la baraja inopinadamente, un reparto de papeles que cambiará de signo también entre Anita y Tom, e incluso entre Violeta y Denis, el cual no tolerará que Violeta viva sometida a Dora por más tiempo, convirtiéndose de golpe en un peligroso libertador. Así, nada resulta ser lo que parece y en este baile de máscaras que nos muestra la novela, quien más quien menos ejerce un papel impuesto a desgana como método de supervivencia, mientras los sueños de todos ellos se erosionan sin remedio, tras ser abandonados o pospuestos indefinidamente.
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Escrita mediante un estilo incisivo, cargado de significado y simbología, Pilar Adón parece haberse inspirado, como punto de partida, en el Walden de Henry David Thoreau para desembocar en un entorno fiero de atmósfera opresiva más propio de Paul Bowles, en una novela vertiginosa en la que nadie es inocente ni dueño absoluto de su destino.

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* Esta reseña ha aparecido publicada en la revista literaria Quimera, en su número doble de julio-agosto, 392-393, del 2016. La imagen de la cubierta es de Antonio Alonso.

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martes, 5 de julio de 2016

El comensal, de Gabriela Ybarra

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Un nuevo plato vacío en la mesa
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«La muerte de mi madre resucitó la de mi abuelo paterno», leemos hacia la mitad de la novela en boca de su narradora protagonista, quien en esta ocasión coincide con la autora. A lo largo de estas páginas, Gabriela Ybarra se propone esclarecer y comprender el pasado inmediato, mientras indaga en la tragedia que supuso para su familia la muerte del abuelo a manos de ETA. Y ello sin rehuir la reconstrucción, a veces ficticia, de los hechos, habida cuenta de que en ocasiones precisa echar mano de la imaginación para rellenar ciertos huecos de la historia.
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Nieta de Javier de Ybarra, el empresario vasco asesinado en 1977, seis años antes de que la autora naciera, presidente de El Correo y de El Diario Vasco, miembro de la Real Academia de la Historia, alcalde de Bilbao y diputado por Vizcaya, Gabriela Ybarra nos relata en esta novela testimonial el proceso de duelo que se inicia con la inesperada muerte de su madre por un cáncer en el 2011, momento en que se produce en ella un estallido que le hace mirar hacia atrás para comprender mejor su pasado, tan vinculado con el de su familia y con la deriva de una sociedad que se revelará, retrospectivamente, fanatizada y enferma. No en vano, a raíz de la muerte del abuelo, a los Ybarra no les queda más remedio que abandonar el País Vasco, trasladándose en 1995 a vivir a Madrid, tras recibir el padre de la escritora amenazas de muerte y algún paquete sospechoso, cansado de sufrir por la seguridad de los suyos y de tener que moverse por la ciudad con escolta. 
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La novela no sólo cuenta, con una distancia admirable, diversos hechos con sus inevitables dosis de horror cotidiano, sino que lo hace sin dar muestras de rencor alguno en su relato, cuando éste habría resultado más que justificado; y, ya no digamos, sin asomo de odio. Como si, para que ello pudiera cumplirse, hubiera sido preciso que Gabriela y sus hermanas fueran apartadas por sus mayores de semejante entorno embrutecedor, del ambiente opresivo y estrecho de miras de aquella sociedad enfermiza. De igual modo, la autora no llega a conocer lo ocurrido plenamente hasta que empieza a dejar atrás la infancia y a indagar por sí misma en los sucesos del pasado, muchos años después de enterarse un día en el colegio, por casualidad, de que su abuelo, con quien tanto parecido físico y moral comparte, había sido asesinado. 
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Así las cosas, armada de valor o de resignación ante la muerte anunciada de su madre, la autora parece encontrar a través de la escritura de esta novela el medio o el momento propicio o, incluso, las fuerzas necesarias para poder adentrarse tanto en la historia de su familia como en la suya propia, habida cuenta de que toda la novela rezuma una amplitud de miras y una dignidad fuera de lo común, consoladora y, casi me atrevería a decir, cargada de esperanza. Después de un pequeño prólogo en donde expresa su intención de contar lo mejor posible su experiencia vivida, la novela se adentra en la reconstrucción del asesinato de su abuelo en la primera parte, mientras que en la segunda aborda la lenta muerte de su madre acontecida en el pasado reciente, para rescatar, hacia el final, impresiones y recuerdos de ambas experiencias en un presente por fin recuperado.
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Escrita con una prosa limpia y directa, desde una nobleza ejercida a conciencia que no rehúsa llamar a las cosas por su nombre, importan no tanto los detalles relatados o los datos referidos, cuanto las impresiones que causan esos mismos sucesos en la narradora protagonista y, por añadidura, en todos nosotros (en la tradición de obras anteriores de, por ejemplo, Raúl Guerra Garrido o Fernando Aramburu), en un viaje introspectivo que no parece buscar otro fin que armarse de valor para ingresar al cabo por la puerta grande en la edad adulta; un viaje del que su protagonista sale a todas luces reforzada, tal y como les ocurre también a los lectores.
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* Esta reseña ha salido publicda en la revista Quimera, núm. 391, correspondiente al mes de junio.
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martes, 29 de marzo de 2016

J. D. Kaplan, Whisna, el jardín de las luces. Una fábula de los tiempos del Buda

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Ser un águila destronada, un príncipe a punto de caer
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Hubo en torno al 300 a de C. un emperador sanguinario en la antigua India llamado Aśoka que, tras numerosas matanzas, se convirtió al budismo, procurando en adelante instaurar en el gobierno de su gran imperio valores tales como la consecución del bien común o la aspiración a la paz interior. En su figura se inspira este título con resonancias de Herman Hesse, Stefan Zweig o Rudyard Kipling. Así las cosas, es probable que el lector se pregunte por la identidad secreta de J. D. Kaplan, pseudónimo con el que Juan José Flores, autor de varios libros de cuentos y novelas de mérito, pretende en esta ocasión abordar una compleja fábula de misterio en apenas la distancia de una novela corta; averiguar desde el parapeto tras el que juega a esconderse si es posible que el príncipe de esta historia llegue a ser un hombre justo, como se ha propuesto el personaje que da nombre al libro, Whisna; perseguir lo que nos aguarda el destino para emprender así, de una vez por todas, el vuelo. No en vano, Kaplan, el espía imaginario del que todos hablan en Con la muerte en los talones, de Alfred Hitchcock, es a Juan José Flores lo que el príncipe por destronar al águila de esta fábula.
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En definitiva, aun cuando el origen del libro remita a un pequeño cuento que Juan José Flores escribiera tiempo atrás, la historia de este príncipe a quien los demás pretenden asesinar para apoderarse de su reino tiene su correlato simbólico en el águila que un día pierde el equilibrio y cae del nido, aprendiendo a vivir –a partir de entonces– a ras del suelo, tras ser adoptado por Kuma, una ardilla capaz de trascender los prejuicios de su especie para acoger en su nido al aguilucho desamparado. Así pues, mientras el príncipe a punto de ser destronado se halla prisionero de los malos sentimientos, la violencia y el rencor de la Corte y el polluelo de águila, condenado a vivir como lo hacen las presas de las que debería alimentarse, a lo largo de sus respectivos viajes iniciáticos ambos deberán aprender a trascender sus determinismos vitales para comportarse como sólo hacen los verdaderos héroes: trazando su propia senda.
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En fin, se trata de una fábula que apuesta por el rechazo a la violencia instintiva, por resolver los problemas de forma diferente, asumiendo con sobrada maestría las enseñanzas propias de las fábulas de Esopo, La Fontaine y los cuentos tradicionales, emulando desde el comienzo semejante misterio y fulgor. No en vano, a las ineludibles correspondencias entre J. D. Kaplan y Juan José Flores, el joven príncipe de Bolpur y el águila Whisna, habría que sumar la que se establece entre la sabia y humilde ardilla, por una parte, y la anciana a la que todos llaman “maestra”, una especie de bienhechora que reina rodeada de peregrinos de diverso pelaje, ya se trate de hombres o de animales amansados, en el mágico enclave donde todo es posible que representa El jardín de las luces.
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Y, sin embargo, tanto Whisna, el pollo de águila, como el príncipe heredero en tiempos de Buda deberán hacer frente a su destino sin saber el uno del otro, aun cuando el príncipe atisbe en sueños los diversos lances que debe afrontar el pobre aguilucho. Ambas historias transcurren en paralelo desde el arranque, alternándose para desembocar en una trama común, que no podemos desvelar aquí. Si acaso, cabe apuntar que El jardín de las luces constituye una especie de umbral mágico dentro del que Whisna y el príncipe confluyen, convirtiéndose la fábula animal en símbolo de una trama política, no por legendaria, falaz. Al cabo, en sus páginas asistimos a la historia de un príncipe que es, sobre todo, poeta y amante antes que gobernador y guerrero; a su duro batallar interior. El estilo de estas páginas reproduce la prosa limpia y clara de los cuentos tradicionales, a los que esta fábula evoca y completa a un tiempo.
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* Esta reseña ha aparecido en el número 388 de marzo de la revista de literatura Quimera
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sábado, 5 de marzo de 2016

Materia oscura, de Ángel Zapata

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Indecibles universos paralelos
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La prosa diáfana que caracteriza el lenguaje claro y sencillo del último libro de narrativa breve de Ángel Zapata esconde, sin embargo, una enorme complejidad, como si hubiera apostado a sabiendas por un lector poco común, dispuesto a aventurarse por el reverso de unas historias de arriesgada y heterodoxa concepción. Ordenadas en cinco partes que guardan equilibrio entre sí, de unas diez páginas cada una, el autor parece brindarnos con ello un material absolutamente libérrimo bajo una envoltura formal, facilitándonos de ese modo su posible recepción. Nada más engañoso, pues esa quíntuple división de los diferentes microrrelatos, cuentos breves, aforismos, poemas en prosa y hasta microensayos que aparecen en sus páginas redunda en una fragmentación del sentido cuya disolución se ha propuesto alcanzar.
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El relato prólogo que encabeza el volumen, “Cosmogonía”, constituye toda una declaración de intenciones, una especie de poética en donde el narrador protagonista discute con Dios (en realidad, una liebre) sin cortarse un pelo, al afearle el absurdo de todo, ya se trate de la gratuidad del mundo creado, ya del mismo acto creador. Lo que viene a desembocar en la denuncia de nuestros miserables destinos de seres humanos, concebidos dentro de unos cauces demasiado estrechos. «Dios creó el mundo en un pispás porque no es capaz de encajar una crítica. Y lo hizo cabreadísimo, ya digo», afirma trasluciendo buenas dosis de humor que no eluden la crítica social.

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Son textos cuyo sentido discurre por debajo de la superficie, más que nihilistas, que también, de un existencialismo acerado, por el cual diversos personajes andan a la fuga o incluso al tuntún, sin cálculo aparente, aunque al cabo el narrador o el propio personaje entonen una reflexión cargada de simbolismo («Adherido a su piel, como un légamo, lo combatido se reviste de una desnudez nueva, cegadora», p. 63). El autor evita así que nos acerquemos a estos relatos como lo haríamos ante la narración convencional de un suceso, al quedarse demasiadas veces en eso: en mera descripción de unos hechos cuyo efecto suena a hueco, a vivencia rematadamente insulsa o banal. Por el contrario, estas piezas literarias exigen una lectura e interpretación distintas. Las citas de Valéry y Alejandra Pizarnik que preceden el conjunto dejarían ver a las claras el propósito de Zapata. En el lenguaje auténtico la palabra tiene una función que consiste no en representar sino en destruir, afirma sin ambages el primero, mientras la segunda añade: Alguna vez, tal vez, encontraremos refugio en la realidad verdadera. Se trataría, por tanto, de desautomatizar los sentidos configurados que constituyen la realidad circundante, a fin de atisbar algunos destellos de valor. 
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Grosso modo, las piezas aquí reunidas son textos oníricos, dentro de la esfera del absurdo, más cerca de la sugestión y la evocación poética que de la peripecia narrada y el argumento convencional, al margen de que posean en su mayoría una trama y un desarrollo heterodoxo, a menudo grotesco; cuando no apuestan directamente por la contención poética de un surrealismo lorquiano, próximo al de Poeta en Nueva York. Parece como si Zapata se hubiera propuesto que experimentáramos una revelación, o varias, a partir de la constatación de la imagen metafórica como almacén de sentido, mientras procura desembarazarse, a través del revulsivo de sus letras, de la inapetencia y pasividad general que manifiestan sus personajes, para quienes incluso lo extraño ha pasado a formar parte de la insulsa normalidad.
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El tono del libro resulta no tanto melancólico como angustiado, a la manera de un canto o poema épico de corte desgarrador. De modo que el humor absurdo rastreable sobre todo al comienzo deriva poco a poco hacia una mordacidad creciente: «A primeros de abril, la estrella de Belén llegará a Stuttgart, en viaje de negocios» (p. 39). Asimismo, los personajes de Zapata van adentrándose en unas historias disparatadas por las que deambulan sin nada que perder, dispuestos a abismarse en lo oscuro, a desasirse de todo lastre cuanto antes. En definitiva, un conjunto narrativo inspirado que bebe de las aguas puras del absurdo y el surrealismo, ambos muy presentes en sus libros de relatos anteriores: Las buenas intenciones y otros cuentos (2001) y La vida ausente (2006). Habrá que ver hacia dónde se encaminan sus pesquisas de escritor atento, consciente de un oficio que cultiva con toda la insatisfacción de que es capaz.
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* Esta reseña ha sido publicada en la revista literaria Quimeranúm. 387, correspondiente al mes de febrero del 2016.

miércoles, 3 de febrero de 2016

Orquesta de desaparecidos, de Francisco Javier Irazoki

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De asombros y maravillas
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La obra de Irazoki se ha desarrollado sobre todo en el ámbito de la poesía y, aun así, es notable el valor testimonial y narrativo que transmite. De hecho, eso mismo cabría afirmar de su anterior libro Los hombres intermitentes (2006), un conjunto de memorias en prosa donde daba cuenta de todos los hombres que había sido a lo largo de su existencia, compuesto por enfoques y visiones diversas. También algunas de las creaciones recogidas en este nuevo libro podrían entenderse mejor dentro de la tradición del microrrelato que de la poesía, debido a una concepción narrativa que tras afianzarse empieza a cuestionar su pertenencia al poema en prosa. El volumen se compone de cincuenta y un textos de factura estilizada escritos entre el 2007 y el 2014. El título remite a esas personas que forman parte de sí mismo como si se tratara de una orquesta de voces o de ecos que retiene su conciencia, a quienes, agradecido, les rinde homenaje.

El libro se abre con dos o tres piezas que funcionan como prólogos encadenados con reminiscencias a los días que vivió, de grato recuerdo. En ellas aparece un término que será clave a lo largo de este volumen: la conciencia. “La poesía no es una delicadeza decorativa”, comenta en la primera, titulada «Visitantes» en alusión a los seres que deambulan por estas páginas, “sino una intensidad de la mirada que despierta a la conciencia”. Y en el segundo texto, que hace las veces de poética, tras mencionar a Eloy Sánchez Rosillo, reconoce que en su poesía “percibo un conocimiento que elige la respuesta luminosa”. Sin duda, toda una declaración de intenciones que reclama para sí.

En «Portal 2», el tercer prólogo, con el que propone que nos adentremos en su personal cosmogonía, ensalza su mesa de escritorio, la casa y el barrio de París donde vive, dispuesto a convocar a esa orquesta de desaparecidos que conserva en la memoria, remontándose a la infancia si es preciso para rescatar experiencias que irradien su luz. No en balde, en «Gente que camina en mi mente», se decide a mostrar cómo “la muerte de una persona” ilustra “la desaparición de un paisaje”; lo que comprueba cada vez que visita Lesaka, “una patria [llena] de huecos”, a cuya puerta llamaría el mismísimo Orson Welles, Huelles lo llamaban entonces, tal como se cuenta en «Fracasos de Dios», una de las piezas más narrativas del conjunto.
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El volumen está armado de forma que vayamos recorriendo la formación de Irazoki: así, en «Ladrón de palabras» nos cuenta el robo perpetrado por el niño que fue de un diccionario que pertenecía a su escuela, el único volumen que hubo durante un tiempo en su casa. “El diccionario envejeció conmigo. No devolví aquella llave de culpa y felicidad”. Tras aludir a la condición descalza de su madre, rendir tributo a la figura paterna, “en una tierra de coleccionistas de lindes, veíamos a pocos hombres con la altura de su serenidad”, y a su tío, enfermo de amor “hasta encontrar descanso en la demencia”, Irazoki pasa a recordar a individuos y tipos humanos que ejercieron sus oficios con una dignidad de otros tiempos, para volver luego en «Último verano» a la memoria de su hermana, fallecida de joven, quien “sabía dónde buscarme las palabras”. Ella introdujo al autor en la lectura de clásicos como Quevedo, Lautréamont, Joyce, Vicente Aleixandre u Octavio Paz. No en vano, “me hizo aprender sin ira el castellano” («Bandada de tijeras») y “me acompañó para que yo supiera estar solo”.

Pero también desfilan por sus páginas carpinteros gozosos, extranjeros “barbirrubios y apacibles”, «El bosque asfaltado» de Madrid, Nueva York y el jazz y, claro, los ciudadanos de París, junto a escritores como Ramiro Pinilla, Leopoldo María Panero o Fernando Aramburu, entre otros. Sin olvidar el símbolo de la casa del padre, que el autor se propone defender “contra la pureza y sus banderas ensangrentadas”. En el texto siguiente, «Sin celdas», con el que forma un bello díptico, Irazoki se plantea dispersar las cenizas de la casa paterna, “a puñados las arrojaré a los lindes de otras tierras”, un acto cargado de sentido. Las últimas piezas son un viaje onírico de tintes surrealistas, plagado de imágenes fulgurantes muy en consonancia con los versos de este hombre tranquilo, coleccionista de asombros y maravillas.
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* Esta reseña ha aparecido en el número 386 de la revista literaria Quimera, correspondiente al mes de enero del 2016. La ilustración de cubierta es de Fernando Martínez.
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martes, 3 de noviembre de 2015

La pecera, de Juan Gracia Armendáriz

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La sombra de Miguel

Esta novela empieza con las expectativas de un western y concluye con la intriga y el misterio propios del género policíaco, aunque se nutre en mayor medida de la novela autobiográfica que Jack London escribiera sobre los efectos del alcohol, titulada John Barleycorn, en alusión al cereal empleado en la fabricación de bebidas como la cerveza o el whisky. Pero en calidad de escritor consciente que observa la realidad, se alimenta sobre todo de la concepción de esa lógica blanca propiciada por la lucidez que le concede a su protagonista la ingestión de cierta dosis de alcohol. El título de la novela que nos ocupa remitiría a esa clase de distorsión amplificada, como si se tratara de una lupa de aumento, que su consumo asiduo favorece en el personaje, además de referirse al encierro en la jaula en que se halla el narrador protagonista.

Tras la publicación de su Trilogía de la enfermedad, formada por una novela (La línea Plimsoll) y dos diarios (Diario del hombre pálido y Piel roja), el autor regresa a la ficción para mostrarnos a un hombre desamparado, mientras intercala el relato de su caída en desgracia con el testimonio de otros personajes semejantes, destacándolos en capítulos aparte escritos en cursiva, como si fueran cuentos breves (así ocurre en los episodios 3, 7, 10 y 14, de un total de 30), a sabiendas de que su lectura multiplicará el desvalimiento en que se encuentra el narrador principal. 

Miguel Quer, el protagonista, es un profesor de Literatura adicto al alcohol y desengañado de las bondades de la materia que enseña. Un día conoce a Ana Ferrer, una diseñadora de éxito de la que se enamora enseguida. A ella también le gusta beber, pero a diferencia de Miguel consigue desengancharse de su adicción poco después de haberse mudado juntos a la sierra de Madrid, produciéndose al cabo la ruptura de la pareja. La trama empieza en este punto: con Miguel vencido tras la marcha de Ana y la huida hacia delante que inicia el narrador, entregado a la bebida para mitigar el sufrimiento. Así, mediante continuos saltos hacia atrás a fin de recomponer el puzle de su desgracia, va ahogándose progresivamente en la pecera en que transcurre su existencia. 



Al margen de hallarnos ante un argumento más o menos conocido, lo que sostiene la escritura de Gracia Armendáriz es el relato en primera persona sobre el paulatino alejamiento del protagonista de la vida y del amor, de la realidad objetiva, para adentrarse poco a poco en esa otra realidad distorsionada por el alcohol, hasta adquirir todas las trazas de la pesadilla, echando mano de potentes dosis de humor ácido cuando la situación lo requiere. Desde el inicio, asistimos a los sucesivos desdoblamientos de Miguel en Johnny Walker, tal como ocurre en la novela de London, quien pasa a dialogar primero con el profesor y, luego, a suplantarlo debido a esa distancia distorsionada que le brinda el alcohol, como si se tratara de su sombra, de su lado oscuro. En los momentos más delirantes, llega a valerse de tres personajes: de Johnny, de su sombra y del pez mismo que representa su borrachera, metáfora amable de toda esa ristra de alimañas que lo asedian, en un relato que se descompone en varios prismas para mejor proyectar una percepción surrealista de la realidad circundante. 

Si bien la prosa y el estilo de Gracia Armendáriz se muestran muy cuidados en los diversos registros que utiliza, creo que uno de sus mayores aciertos estriba en el hecho de que todo cuanto nos es referido por este lúcido narrador borracho posee una ambigüedad indescifrable, de modo que casi siempre le corresponde al lector interpretar o cuestionar las versiones sesgadas que nos llegan de una historia o peripecia cualquiera para recomponer su verdad. Así, por ejemplo, cuando se ríe de la fe súbita que Ana ha abrazado para redimirse de su pecado alcohólico entregándose, en cuerpo y alma, a esa nueva secta que representan para el narrador, movido por la rabia y el abandono, las sesiones de Alcohólicos Anónimos, a las que asiste con devoción su expareja; o cuando el lector empieza a temer que el propio Miguel esté a punto de convertirse en el exmarido violento de Ana, si es que no lo ha hecho ya… Y sin embargo, ya se trate de las discusiones que entabla al principio con Ana, ya del recuerdo borroso de ciertas escenas que han tenido lugar en la universidad donde trabaja, a menudo nos sentimos solidarios, en la visión y el punto de vista, con este narrador cuestionado. El insólito desenlace con el que se resuelve el embrollo de su existencia, terminará por concienciar a este personaje alcohólico y afortunado, dispuesto, ahora sí, a renunciar de una vez por todas a Johnny.

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* Esta reseña ha sido publicada en el número 393 de octubre de Quimera.

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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.


Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"