Por fin me había vuelto a asomar a la balsa de agua, seguramente una de mis costumbres más arraigadas por aquel entonces cada vez que volvíamos al pueblo con el inicio de las vacaciones, y una vez más me fue imposible distinguir nada a través de ella. Esa manía que había adquirido de asomarme a lo putrefacto significaba el anuncio prometedor de un verano diáfano, de modo que solía recibir la visión de esas aguas estancadas con un gesto ambiguo y cargado de dudas, a medio camino entre el asco y la seducción. Muy pronto iban a entregarse mis padres a la tarea de vaciar la balsa para limpiarla a fondo, concienzudamente, y mis hermanas y yo volveríamos a llenarla con el agua helada del pozo, una agua pura, cristalina y fresquísima, y no esa especie de sopa espesa y oscura, tan viscosa, que volvía opaca tu imagen reflejada. Me parecía increíble que toda esa agua turbia pudiera convertirse en el manantial en que me bañaba satisfecha, mientras sumergía los años de mi niñez con la confianza ciega de un pez dando vueltas en círculo por sus paredes internas. Allí metida aprendí a bucear y, sobre todo, a distinguir la quietud líquida del exterior tumultuoso, lleno de gritos, píos y las voces destempladas que daban siempre los adultos, sin que pareciera que fueran a cansarse nunca.
El proceso de limpiado de la balsa era laborioso y no exento de dificultad: una vez vacía, había que meterse dentro, y luego frotar con un rastrillo de púas afiladas una por una las distintas baldosas de color azul celeste que mi padre había colocado siendo nosotras muy pequeñas. La reforma de la balsa había consistido, entonces, en rebajar su altura y rematar el corte con una hilera de baldosas de color azul marino que nos permitiera entrar y salir sin dañarnos. En su interior había levantado una escalera de tres peldaños hecha a la medida de los mayores, sin duda desproporcionada con respecto a las dimensiones reducidas de la balsa, y ya no digamos las nuestras. Entrar por primera vez en esas aguas blancas al inicio del verano y descender con mucho cuidado por su escalera gigantesca era una operación que podía llevarnos su buen cuarto de hora, y de hecho no era posible hacerlo sin gritar de alegría y nervios y de pura histeria contenida, ni tampoco dejar de atropellarnos entre nosotras, empujándonos todo el rato. Ninguna quería sumergirse la primera en tan gélidas aguas.
Luego, según fuimos creciendo, decidimos que la balsa tuviera peces, así que una tarde de verano fuimos a un estanque cercano que había a las afueras del pueblo acompañadas por nuestros vecinos, y nos trajimos varios pescados del embalse, bastante feos a decir verdad, aunque nadie podía negar que se trataba de auténticos peces, con sus escamas resbaladizas y su color parduzco, y esas branquias incomprensibles que no paraban de abrirse y cerrarse como un fuelle feroz. Esos peces repescados pasaron a ser, a partir de entonces, una prueba indiscutible de lo que tomábamos como vida salvaje. Llevarlos de pronto a nuestra charca de tres al cuarto, aunque los mayores nos insistieran en que su lugar de procedencia era, en realidad, otro depósito de agua más, me llenó por un tiempo de vagos remordimientos. Por mucho que dijeran, aquel estanque destinado al riego de la zona era para mí un verdadero océano con su inmensidad a cuestas y, claro, con sus mismas tinieblas y oscuridades, y légamos y monstruos marinos. Y tormentas impredecibles, como las que había visto fuera de la casa, azotando el jardín, pero también adentro; voraces cambios súbitos e incontenibles que no merecía la pena esforzarse por entender.
Al final volcamos en nuestra balsa la cantidad de ocho o diez peces que habíamos conseguido sacar no sé cómo de sus aguas cenagosas. Su procedencia oscura me recordaría a ratos que el destino de esos pescados no era tan distinto del mío; tampoco ellos alcanzaban a comprender cómo iban a sobrevivir en su nuevo hábitat de agua cambiante: fresca del pozo en verano, llena de mosquitos y podredumbre a partir de otoño.
Debía contar yo entonces con 9 años. Acabábamos de llegar al pueblo tras el largo invierno, según veníamos haciendo cuando apenas si había dos estaciones, sobre todo para nosotras, niñas de ciudad, y de nuevo me acerqué a la balsa con el empeño de asomarme. Necesitaba saber si podía distinguir alguno de nuestros inquilinos agazapado en el fondo, oculto en las profundidades, así que dejé confiada que medio cuerpo se balanceara sobre el filo de las baldosas que ceñían la balsa, pero como no lograba ver nada, terminé incluso por acceder a que una lengua de agua me lamiera el rostro.
El último verano había sido diferente. La experiencia de convivir con aquellos vertebrados no había resultado tan gozosa como pensamos, y aunque nos habíamos resignado a compartir con ellos nuestros juegos acuáticos, era evidente que habían dejado de gustarnos. Por no hablar de la complicada operación que suponía tener que limpiar la balsa con los peces dentro, tras renunciar a pescarlos con el agua sucia, tarea que se nos reveló imposible. Uno de nuestros juegos favoritos había consistido, de hecho, en intentar atraparlos buceando. Al principio fracasamos, aunque no tardamos en descubrir que la mejor forma de hacerlo era mareándolos un buen rato. A pesar de la crueldad de nuestras exploraciones, yo me había preguntado si de algún modo serían conscientes de hallarse permanentemente mojados. Supongo que me convencí entonces de que no, y de ahí que empezara a cebarme en ellos cada vez que iniciábamos un juego. Creo que mi maltrato se alargó sólo una temporada, apenas hasta ese día exacto de principios de verano en que perdí pie y salí chorreando agua sucia de la balsa, con las mejillas ardiéndome ya para siempre, mientras un sol codicioso me insolentaba en mitad de la tarde con sus destellos.
..Al final volcamos en nuestra balsa la cantidad de ocho o diez peces que habíamos conseguido sacar no sé cómo de sus aguas cenagosas. Su procedencia oscura me recordaría a ratos que el destino de esos pescados no era tan distinto del mío; tampoco ellos alcanzaban a comprender cómo iban a sobrevivir en su nuevo hábitat de agua cambiante: fresca del pozo en verano, llena de mosquitos y podredumbre a partir de otoño.
Debía contar yo entonces con 9 años. Acabábamos de llegar al pueblo tras el largo invierno, según veníamos haciendo cuando apenas si había dos estaciones, sobre todo para nosotras, niñas de ciudad, y de nuevo me acerqué a la balsa con el empeño de asomarme. Necesitaba saber si podía distinguir alguno de nuestros inquilinos agazapado en el fondo, oculto en las profundidades, así que dejé confiada que medio cuerpo se balanceara sobre el filo de las baldosas que ceñían la balsa, pero como no lograba ver nada, terminé incluso por acceder a que una lengua de agua me lamiera el rostro.
El último verano había sido diferente. La experiencia de convivir con aquellos vertebrados no había resultado tan gozosa como pensamos, y aunque nos habíamos resignado a compartir con ellos nuestros juegos acuáticos, era evidente que habían dejado de gustarnos. Por no hablar de la complicada operación que suponía tener que limpiar la balsa con los peces dentro, tras renunciar a pescarlos con el agua sucia, tarea que se nos reveló imposible. Uno de nuestros juegos favoritos había consistido, de hecho, en intentar atraparlos buceando. Al principio fracasamos, aunque no tardamos en descubrir que la mejor forma de hacerlo era mareándolos un buen rato. A pesar de la crueldad de nuestras exploraciones, yo me había preguntado si de algún modo serían conscientes de hallarse permanentemente mojados. Supongo que me convencí entonces de que no, y de ahí que empezara a cebarme en ellos cada vez que iniciábamos un juego. Creo que mi maltrato se alargó sólo una temporada, apenas hasta ese día exacto de principios de verano en que perdí pie y salí chorreando agua sucia de la balsa, con las mejillas ardiéndome ya para siempre, mientras un sol codicioso me insolentaba en mitad de la tarde con sus destellos.
Me tienes intrigada. Ahora pones el cuento que nos has ido mostrando en tres post o ¿es un capítulo de una novela? Porque esos puntos suspensivos del final indica que continuará.
ResponderEliminarDe todas formas, me gusta leerte.
Un abrazo.
Los niños, los veranos, los recuerdos. Algún pez que ignora menos de lo que pensamos, et voilá. Ya sabes que este cuento tiene todos mis ingredientes favoritos, Gemma.
ResponderEliminarAparte de la historia, me han gustado mucho algunas imágenes: la sopa espesa y oscura, ese sumergir los años de la niñez o el fuelle feroz de las branquias.
Sólo me ha hecho titubear la edad de la narradora... parece escrito en primera persona pero en una época muy posterior (porque el registro y el buen gusto literario sería excesivo para la chiquilla). Aunque después queda claro aquí "Debía contar yo entonces con 9 años", al principio me ha hecho determe un poco.
Uy, disculpa la extensión, o no tengo tiempo de asomarme o paso hasta la cocina :-) Un gustazo, guapa. Abrazos de vuelta al cole,
Bonito relato que me ha recordado una historia de mi infancia en la que también terminé en el fondo de un estanque con el problema añadido de no saber nadar.
ResponderEliminarUn beso.
Me ha quedado una sensación extraña después de haberte leído. Como si tu historia perteneciera a un recuerdo mío, algo que he vivido yo a mis nueve años.
ResponderEliminarMe ha encantado que me ayudaras a recordar...
Gemma, que elegante prosa y sobre todo me gusta la ingenua perversión de las sensaciones infantiles que desarrollas por detalles y destellos finos.
ResponderEliminarLos recuerdos están no solo mojados, están empapados y me agrada sobre manera esta sensación al terminar su lectura de que las sensaciones primeras no son tan virginales e inocuas como creíamos.
Sí, los peces saben porque son vistos.
Abrazos fuera del estanque.
Sergio Astorga
Me gusta mucho la distancia que establece el narrador en este microrrelato, el hecho de que quien narra sea una adulto y matiza y modifica los recuerdos que tiene de su infancia aun sin ser muy consciente de ello.
ResponderEliminarY me gusta la función de los peces en el micro, primero deseados, luego atrapados, al final torturados con rabia, con frustración y pienso que más que un recuerdo lo que me cuenta es su vida adulta, necesitada de recuerdos alegres, recuerdos que al final se vuelven contra ella.
Tiene mucha miga este micro.
Besos, Gemma.
Gracias por el total, que es más que la suma de las partes.
ResponderEliminarCreo que este texto es el germén de un futuro relato de más largo aliento?
ResponderEliminarDespués de leer las tres partes anteriores, esa sensación me deja: de construcción, de unir piezas. Esto promete.
Otro abrazo
Isabel, no, no, ¡qué va! No se trata de ningún capítulo de novela. Con que sea un cuento me basta. :-)
ResponderEliminarGracias de nuevo y un beso
Rocío, es tal como lo cuentas. Celebro que te haya gustado. En cuanto a lo que dices de la edad de la narradora, tienes mucha razón. Por un lado, quería que fuera un narrador en primera persona por la cercanía y fuerza que puede llegar a transmitir esa voz; pero lo mismo que es una convención simular que el narrador, cuando es al mismo tiempo personaje, tiene la misma edad que este, y de ahí que suela hablar entonces desde su "inmadurez infantil", también lo es la decisión de que el narrador hable desde la mayor competencia lingüística posible. Con ello no solo intenté que la historia fuera más vívida, al tratarse de un relato "personal" (de ese narrador), sino que aspirase a la belleza de un texto literario trabajado desde el lenguaje, por encima de otras convenciones. Muchas gracias por tu comentario, que me ha empujado a "racionalizarlo". :-)
Un beso
Antonio, pues maldita la gracia... Menos mal que sigues ahí, a este lado. :-) Un abrazo de vuelta
Araceli, pues me parece estupendo que sea así. A mí también me gustaría mucho leerte pronto algún "Relato de infancia". Besazo
Sergio, los peces saben porque son vistos, efectivamente. Y los niños también. Creo que ahí reside, de hecho, esa perversión "inocente" (con muchas comillas, en realidad) de los niños de que hablas... Un beso grande
Jesus, qué bien que te lo parezca; últimamente, sólo me dais alegrías. :-) En cuanto a lo que comentas del desenlace, en donde la niña se descubre como un pobre pez más, creo que la clave la ha dado Sergio al comentar que 'somos' siempre en la medida en que 'somos mirados por los otros'; lo cual se me ocurre que sucede de forma implacable en la niñez; los niños viven con una fiereza que es difícil sobrellevar sin que la asimilen en ciertos momentos, aunque sea de modo inconsciente. Gracias de nuevo y un beso
Nano, gracias por tus comentarios dosificados, que son siempre más que la suma total. (Beso)
Vaya, Rosana. Pues coincides con Isabel. Lo cierto es que no me lo había planteado. (No me lo he planteado aún...) :-)
Otro beso