viernes, 24 de abril de 2015

sábado, 18 de abril de 2015

Doscientos cincuenta y dos

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El aforismo es breve porque es oleaginoso. 
Otras veces lo es por ser vertiginoso
En fin, el buen aforismo te mancha las manos de vértigo.
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viernes, 17 de abril de 2015

lunes, 13 de abril de 2015

domingo, 12 de abril de 2015

viernes, 10 de abril de 2015

En la página de El Aforista

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Encontraréis una brevísima selección de piezas de mi autoría
en esta página dedicada al aforismo, junto a otros autores. También diversas entradas destinadas a reflexionar sobre el género.  
Por cortesía de José Luis Herrera.
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miércoles, 8 de abril de 2015

Doscientos cuarenta y ocho

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Por extraño que parezca, 
en nuestra niñez ha perdurado cuanto después hemos sido.
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martes, 31 de marzo de 2015

sábado, 28 de marzo de 2015

miércoles, 25 de marzo de 2015

martes, 24 de marzo de 2015

El balcón en invierno, de Luis Landero

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La vida como ficción
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Por extraño que parezca, esta novela autobiográfica, porque de una novela se trata, arranca con la reflexión del narrador acerca del enorme esfuerzo retórico que acarrea siempre construir una ficción. De la pereza, impostada o no, que de pronto supuso para el autor sumergirse en las aguas de la memoria, con el objetivo de discurrir una fábula que contuviera su mismo espíritu, semejante fulgor. De sobra conocía Landero que, una vez más, habría de recurrir a numerosas técnicas y artes, ponerlas al servicio de una narración que fuera cuando menos verídica, que diera la impresión de ser verdad.
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Desde que escribiera su primera novela, Juegos de la edad tardía (1989), imbuida del mejor espíritu cervantino, hasta la más reciente Absolución (2012), el autor ha creado un conjunto de obras con un afán parecido al que exhiben sus propios personajes, empeñado en dar cuenta de una serie de ensueños y destinos magníficos, de ejecución a veces imposible; volcado en narrar en todo momento historias llenas de vida y pasión. Para ello ha utilizado una lengua rica pero sencilla, basada en un estilo pulcro y sumamente trabajado, bajo el propósito encomiable de alcanzar una fluidez y un cariz cercano a la oralidad.
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En El balcón en invierno, de igual modo, se plantea realizar el mismo ejercicio pero desde un enfoque distinto. Demostrar a su madre nonagenaria, y de paso al lector incrédulo, que también la vida puede ser novelada con fidelidad a los hechos acaecidos desde un lenguaje llano, carente de retórica. De forma que la novela resultante logre transmitir una doble verdad: la de la ficción propiamente dicha, que el autor defiende como edificación verosímil y verdadera, y la del retrato fiel a una memoria personal y colectiva. Esa hibridez consustancial a toda obra de ficción se hace patente de modo especial en esta novela de título sugerente, pues no otra cosa es el balcón que un espacio ambiguo a caballo entre dos mundos, el ajeno y el propio, una especie de umbral que permite una visión doble, objetiva y subjetiva a la vez.
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La composición aparentemente desordenada, siguiendo el flujo libre de la consciencia a la manera proustiana, tiene su origen en una serie de saltos continuos en el tiempo hacia delante y atrás, que este narrador realiza instalado en el balcón junto a su madre, mientras ambos recuerdan la historia familiar y personal. Viajan juntos en la novela a través de un sinfín de recuerdos compartidos, de modo semejante a como lo hacen en la vida real, tras admitir el autor que cada año, con la llegada de la primavera, suele acompañar a su madre al pueblo para reunirse con familiares y allegados; adonde se desplazan a comer y conversar y, sobre todo, recordar a los muertos, un rito cargado de sentido. Rememoran, por ejemplo, al abuelo Luis, quien fundara la familia y un hogar (Los Barros) construido con sus propias manos. O al padre del autor, un hombre ambicioso sin un destino claro en el que volcar su talento y aptitudes, y que terminaría depositando sus esperanzas en hacer de su hijo un hombre de provecho.
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En fin, el hilo conductor no es otro que evocar y sacar a la luz, con los ropajes elocuentes de la verdad, episodios decisivos de una existencia errática y llena de incertidumbres, como lo fuera la de su primo Paco, el guitarrista, o la del padre, acuciados ambos por el afán de labrarse un futuro mejor, aunque ellos no pudieran cumplir sus deseos. Pero la novela es también un homenaje sincero a la madre, quien solía acusarlo de fantasioso y de inventarse las cosas. Y a su abuela Francisca, Frasca, depositaria de un sinfín de cuentos, leyendas e historias, así como responsable de haber despertado en el autor su interés por los relatos orales, además de su entrega absoluta a la palabra, siendo ella analfabeta. Quizá por ello, la foto de la cubierta muestre el aprecio y la valía de esta mujer, el porte digno de la abuela que custodia y salvaguarda una memoria campesina (personal y colectiva), que, gracias al buen hacer de su nieto, no se perderá.
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* Esta reseña ha aparecido en el número 376 de marzo de la revista literaria Quimera.

domingo, 22 de marzo de 2015

Doscientos cuarenta y cuatro

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La petulancia es al mérito el anuncio seguro de su pronta devaluación.
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viernes, 20 de marzo de 2015

martes, 17 de marzo de 2015

viernes, 13 de marzo de 2015

jueves, 5 de marzo de 2015

Doscientos cuarenta

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El silencio es elocuente, toda vez que el diálogo va siempre por dentro. 
Cuando el diálogo en cuestión deja de ser mudo, ya no hablamos de silencio sino del ágil y fluctuante monólogo o soliloquio. No es extraño que este último luzca mejor a ojos vistas, ante un público invisible que atienda sus respectivas razones.
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viernes, 27 de febrero de 2015

Demonios familiares, de Ana María Matute


Pura Matute

Esta es la última novela que la autora escribiera y que dejó inacabada al morir. La crítica la ha calificado de inconclusa tras interrumpirse de forma abrupta en el capítulo 11, pero también ha reconocido que su escritura se presenta revisada y pulida. El prólogo de Gimferrer califica su prosa de “tensa, y al mismo tiempo alucinada”, pues posee “la verdad de las imágenes simbólicas”. Y ello a pesar de que el nudo de la narración se encuentre truncado, y el desenlace constituya una enorme incógnita que la autora ha decidido llevarse para siempre consigo.

En Demonios familiares depura una serie de motivos literarios recurrentes en su narrativa, donde la memoria de la niñez y primera juventud desempeña a menudo un papel decisivo. Así, por ejemplo, la soledad que sus personajes experimentan en el tránsito de la infancia a una adolescencia no menos precaria. O el consuelo que supone para ellos, frente a una madurez que se revela ajena o esquiva, hallar refugio en la imaginación y el ensueño, materializados en esta novela en el ámbito secreto del bosque y el privado del desván. E incluso el mismo trasfondo de la Guerra Civil, presente en otras obras realistas como Los Abel (1948), Los hijos muertos (1958) o Primera memoria (1959). Sin olvidar la alusión velada a un universo adulto apenas entrevisto, regido por intuiciones, destellos y atisbos de toda clase desde la visión inexperta y asustada de sus jóvenes personajes, portavoces de un asombro que ya afloraba en Paraíso inhabitado (2008), su anterior novela. En Demonios familiares, por lo demás, combina el punto de vista de una narradora protagonista de apenas 16 años, con una voz omnisciente capaz de meterse en la piel de su personaje.
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Eva es una postulante a monja que vuelve a casa, tras el estallido de la Guerra Civil, cargada de un rencor desconocido hacia su progenitor; dispuesta a asumir una doble paradoja: que ama profundamente cuanto la rodea, todo lo material y hasta los objetos más nimios, y que deberá someterse de nuevo al yugo de su anciano padre. Conocido por todos como el Coronel, vive atrincherado en la casa, atendido por el fiel y oscuro Yago, una especie de criado que poco a poco irá revelando su verdadera identidad. De modo que la muchacha encuentra su único desahogo en la amistad con Jovita, hija del farmacéutico y novia de Berni, un huido republicano que Eva descubre herido en mitad del bosque y que, con la ayuda de Yago, decide esconder en el desván de la casa… Con estos pespuntes casi folletinescos, la autora compone un mundo sólido plagado de matices, desbordante de insinuaciones, medias verdades y secretos a voces, capaces de elaborar un fresco muy creíble en torno a la opresión y violencia en tiempos de incertidumbre.

Aunque incompleta, sería un error considerarla apenas una novela esbozada, por cuanto la autora corrigió el original varias veces, nos lo indica en el epílogo María Paz Ortuño, hasta conseguir ese efecto depurado y sugerente propio de su escritura. En este sentido, Ana María Matute “se ponía a escribir cuando ya la novela estaba escrita en su cabeza”. El periodista Xavi Ayén recordaba en La Vanguardia (24 de septiembre del 2014) que la referencia en las dos últimas páginas a uno de los protagonistas (Yago) como “el chico de al lado (sic)” remite al primer relato que publicó la autora en la revista Destino en 1947, recogido después en su libro El tiempo (1957). Tal vez anunciase con ello, al final de su vida y de sus letras, un desarrollo y desenlace prometidos que, sin embargo, no pudo completar. Un círculo que parece haber querido cerrar a sabiendas.
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* Esta reseña ha sido publicada en el número 375 de la revista de literatura Quimera, correspondiente al mes de febrero del 2015.

sábado, 21 de febrero de 2015

martes, 10 de febrero de 2015

Doscientos treinta y siete

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La presunción de inocencia resulta 
en ocasiones verdaderamente sospechosa. 
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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.


Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"