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domingo, 27 de septiembre de 2015

Malas palabras, de Cristina Morales

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Empresas, amores y razones
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La nueva novela de Cristina Morales (Granada, 1985) confirma lo que algunos sospechábamos: que es uno de los escritores jóvenes, de los nuevos nombres, más prometedores. Ya tenía en su haber un libro de relatos, La merienda de las niñas (2008) y otra novela, Los combatientes (2013), en donde reflexionaba sobre movimientos sociales como el 15-M. Ahora, un encargo con motivo del quinto centenario de Santa Teresa de Jesús (1515-1582), nacida como Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada, ha sido el acicate y punto de partida para componer estas Malas palabras.


La historia transcurre durante el período en que la monja escribe el Libro de la vida, acaso la primera obra autobiográfica de verdadero mérito en nuestras letras, mientras se hospeda en casa de doña Luisa de la Cerda y vive bajo su protección. Seis años después de la muerte de Teresa de Jesús, Fray Luis de León rescata el manuscrito y lo edita en 1588. De hecho su versión es la que nos ha llegado, tal como nos recuerda Cristina Morales en el epílogo. Así, la novela adopta la forma de una autobiografía puesta en boca de la monja, pues la voz narradora asume su personalidad desde el mismo arranque, alternando la primera persona con la segunda las veces en que intenta hacer examen de conciencia en soledad. No se trata, en consecuencia, de una obra apócrifa, sino de un palimpsesto que persigue completar las motivaciones que llevaron a Teresa de Ávila a escribir, siendo aborrecida y amada por ello.
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Es bien sabido que fue criticada por leer en romance la Biblia y por interpretar las Sagradas Escrituras, práctica prohibida a las mujeres, además de desoír la obligación de leer en voz alta y defender el rezo en silencio. Asimismo, Teresa Sánchez funda la Orden de las Carmelitas Descalzas, una rama que procede de la Orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo, cuya regla se cifraba en la vida contemplativa, la meditación de la Sagrada Escritura y el trabajo. La novela se presenta como el texto que la monja jamás se atrevió a escribir, pero que podría haber compuesto en caso de haber gozado de una libertad que no tuvo. Ante el mandato del fraile dominico que la confiesa de que ponga por escrito sus experiencias, decide escribir unas Memorias que, de tan verdaderas, no se atreve a entregarle a su confesor (se trata de estas Malas palabras), dándole a cambio otras aptas para su publicación, las que formarían su Libro de la vida. Por tanto, puede afirmarse que Cristina Morales escribe para reinterpretar la trascendencia de Teresa de Jesús en su condición de mujer, escritora y religiosa. Aun cuando la autora nos advierta de que la Iglesia habría rechazado estas malas palabras, sostiene que cabría tachar también de tales las que sí escribiera, habida cuenta de que, al componer su obra, faltó a la humildad a que estaba obligada. Para ahondar en esta idea de mujer de carácter fuerte y ambiciosa, la novela nos muestra a una religiosa no tan santa, consciente de que, con 47 años, sigue siendo casi tan vanidosa y orgullosa como cuando era niña, y jugaba entonces con su hermano y su primo a ser mártires, en tanto martirizaba de amor al segundo.


Pero la novela es también una confesión de por qué compadeció la niña Teresa, y quiso tanto, a su madre, cristiana vieja, muerta a los treinta y pocos años tras numerosos partos no deseados, impuestos por un marido comerciante y converso, que, si bien les permitía leer a escondidas, llevó a la tumba a su esposa tras humillarla y someterla con cada nuevo embarazo. Y es además un relato sobre el valor de la amistad entre mujeres, así la que entablan la monja y la dueña que la hospeda. Hacia el final, la propia autora, Cristina viene de cristiana, de seguidora de Cristo, mientras imposta la voz de Teresa de Ávila, juega también a cuestionarse sus verdaderas motivaciones de escritora, para lo cual contrapone con malicia las de una Teresa cristinizada a las de un fray Juan de Bonilla, asceta franciscano autor del Breve Tratado donde se declara cuán necesaria sea la paz del Alma, y cómo se puede alcanzar. Mientras nos cuenta esta biografía tan llena de accidentes, al lector le queda la impresión de haber realizado un viaje por el pasado y por la vida de la monja de gran profundidad y alcance, no exento de dosis de humor y causticidad, sobre todo en los diálogos que entabla la monja con quienes pretenden reprenderla, de los que sale siempre airosa.

* Esta reseña ha sido publicada en el número 382 de septiembre de la revista Quimera. La cubierta es de Laia Tarruella.




miércoles, 29 de julio de 2015

Ni puedo ni quiero, de Lydia Davis

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Una maestra del microrrelato en inglés

Después de la publicación de sus Cuentos completos (Seix Barral, 2011), en traducción del escritor Justo Navarro, una recopilación de 700 páginas que reunía doscientas narraciones breves de unas pocas líneas a las cuatro páginas, nos llega ahora un nuevo libro de microrrelatos y cuentos mordaces de Lydia Davis, tras un lapso de siete años en el cual se ha dedicado a traducir En busca del tiempo perdido y Madame Bovary.

Ni puedo ni quiero se compone de 122 relatos, traducidos al español de la Argentina, en los que la autora ha reconocido experimentar con deleite con las formas narrativas. Lydia Davis juega no sólo con el lenguaje destilado cuya mordacidad promueve el género del microrrelato, alcanzando cotas mayores en sus piezas más depuradas, sino también con el registro de su escritura, de ahí que sus textos hagan gala de una asombrosa variedad de modalidades literarias.

En esta recopilación procedente de publicaciones periódicas –a veces, tras ser corregidas–, sus microrrelatos recurren a formas genéricas tan diversas como la misiva, escrita normalmente con propósito de queja o de enmienda, casi siempre desde un humor que mueve a irrisión. Por ejemplo, en “Carta a un director de marketing”, “Carta a la compañía de caramelos de menta” y sobre todo, en el cuento “La carta a la Fundación”, la pieza más extensa del volumen, pues abarca 33 páginas, emparentada con la Carta al padre, de Kafka: no en vano, en ella se confiesa la narradora hasta desnudar su pensamiento, sin flaquear ni dar muestra de pudor alguno; o la menos tirante y más irónica “Carta al presidente del Instituto Biográfico de los Estados Unidos, INC” [en España, S.A.].
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Pero también recurre con una libertad envidiable al esbozo o apunte en “Notas durante una larga conversación telefónica con mi madre”, un texto que adopta la forma del caligrama sobre la hoja que garabatea supuestamente mientras charla con su madre, buscando tejer el vestido que piensa comprarle para el verano, de modo que la palabra algodón acaba componiendo, mediante diversos anagramas, un caleidoscopio cambiante de su relación con ella. Otras veces se sirve de las listas de cosas, o más bien, de pensamientos que elabora en “Estoy bastante cómoda, pero podría estar un poco más cómoda”, con frases lacónicas del tipo: “Estoy cansada” o “Nos sentaron demasiado cerca de la cocina”, además de la expresada en el mismo título, de la que las restantes dan cumplida fe; todo lo cual contribuye a esbozar un estado de ánimo de profundo malestar. O bien sus piezas se basan en sueños, cuya materia imaginaria se halla ligada a la esencia misma de la ficción, de ahí que se dedique a transcribir, y tal vez a reelaborar literariamente, los argumentos soñados.

Acaso la novedad mayor en medio de este sinfín de formas literarias que abarca el microrrelato sea la utilización de series: en especial, la que escribe bajo el membrete de relato de Flaubert, un ejercicio de estilo compuesto a partir de las cartas del autor francés dirigidas a su amante Louise Colet, que su traductora no ha dudado en reproducir y barajar, hasta obtener un texto propio que no traicionara, sin embargo, el espíritu del escritor. Pura intertextualidad postmoderna. E incluso llega a cultivar formas carentes de literatura como el silogismo hipotético (en “Contingencia vs. Necesidad”), la expresión burocrática (en “El lenguaje de la compañía telefónica”) o el palique en “Breve conversación (en la sala de espera del aeropuerto)”. En fin, todo un florilegio de representaciones verbales que van del perfil clásico al formato aséptico, pero que Lydia Davis logra siempre literaturizar.

Entre mis preferidos están “Vacas” o “En el tren”, por citar dos ejemplos de distinta extensión escritos a partir de unos pocos párrafos aislados, como simples brochazos de sentido. En las diferentes piezas la autora se diluye en la narradora protagonista, una voz en primera persona cuyas opiniones y afectos sospechamos que guardan estrecha relación con la singular personalidad de la señora Davis. “Estos días, prefiero los libros que tienen algo real, o algo que el autor al menos creyó que era real. No quiero aburrirme con la imaginación de otra persona”, confiesa en un texto. Sabemos ya mucho del microrrelato español, del hispánico en general, pero poco o casi nada de lo que se cuece en el resto del mundo, que quizá no sea demasiado, pero sí a veces muy valioso, como ocurre en este libro en que Lydia Davis se muestra como un pilar fundamental del nuevo género.
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* Esta reseña ha aparecido publicada en el número doble 380-381 de julio-agosto de Quimera.
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viernes, 29 de mayo de 2015

En el año de Electra, de Carmen Peire

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Las cuentas del futuro

Tras la publicación de dos libros de relatos, Carmen Peire nos da ahora una novela corta en la que, desde el título, apela a la obra casi homónima de Galdós y al símbolo que la encabeza, acaso una forma de alertar al lector de que nos hallamos en un momento histórico no menos candente. Electra, la pieza del autor canario, estrenada en 1901 con éxito de público y gran revuelo político, contraponía la España religiosa y caciquil con otra liberal y librepensadora mediante el conflicto de su protagonista, impelida por su padre espiritual a ingresar en un convento en lugar de asumir su destino de mujer enamorada, y que solo recuperaba las riendas de su vida tras aparecérsele en clausura el espectro de su madre, que la persuadía de su regreso al mundo. En fin, la obra levantó una enorme expectación al basarse la trama en un hecho real acontecido un año antes (el caso Ubao), en donde la progenitora de una joven de buena familia había llevado a los Tribunales el ingreso de su hija en un convento, de lo que hacía responsable a su mentor espiritual, acusando además a la orden religiosa de querer apoderarse de la dote que le correspondía.

Un siglo después, esta nouvelle de Carmen Peire llena de misterio, con visos teatrales, nos presenta a unos personajes enfrentados a su destino durante la última década del siglo XX, escindidos entre un pasado colectivo que les pesa y un futuro incierto que precisan conquistar. Si en la obra de Galdós se ponía en juego dos futuros posibles a través de la figura de una novicia seducida por la religión, en lo que venía a ser un ejercicio de libertad mal entendido por parte de la joven; en estas nuevas páginas una muchacha busca su identidad, intentando resolver una serie de engaños familiares para encarar el futuro desde la asunción de su historia verdadera.

La narración se divide en cuatro partes correspondientes a los nombres y personajes que desempeñan un papel decisivo en la trama: Efraín, Electra, Isabel e Inés, emparentados entre sí por lazos más fuertes de los que ellos mismos sospechan. Escrita en un estilo diáfano, con escenas dialogadas y monólogos interiores para comunicarle al lector sus pensamientos respectivos, En el año de Electra no parece, por su pericia, el primer acercamiento de la autora a un nuevo género; antes bien, su estructura posee una trabazón fruto de una indudable madurez y oficio.
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Inés, la protagonista de este drama, nacida de padres españoles en el exilio, visita a Efraín en su casa porque desea hacerle unas preguntas sobre el origen de su familia. El hombre, ya jubilado, vive parapetado tras los libros y la escritura con la única compañía de Isabel, la criada que lo atiende y cuida, mientras se dedica a escribir la historia de España a partir de sucesos que rastrea en diversos recortes de periódico. Inés desea recabar información sobre su padre, tras descubrir que era hijo de un republicano con el que su interlocutor había trabajado de joven.

Al cabo, su búsqueda la enfrenta al pasado familiar, poniendo en entredicho el comportamiento de su familia carnal, sobre todo la figura de la abuela, y enalteciendo el proceder de quienes fueron sus parientes adoptivos, algunos incluso de procedencia humilde, de conducta mucho más noble. Una vez descubierta su verdadera identidad, la joven sabrá reconocer en Isabel y Efraín a dos amigos leales. Por su parte, este último recupera el sentido de su escritura, logrando reconstruir la historia de la muchacha a partir de unos cuantos cabos sueltos que anuda desde su imaginación deslumbrada.

Carmen Peire añade un eslabón más a una añeja tradición, mostrando una Electra moderna a través de una muchacha que descubre la importancia de las relaciones elegidas libremente (aquí simbolizada por la España exiliada que representa la chica), en contraposición con aquellas heredadas o impuestas por la sangre (el país de procedencia). Así como la necesidad de labrarse un destino propio capaz de superar un pasado engañoso, dispuesto a hacer frente con esperanza y nuevos bríos esa entelequia llamada futuro.
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*Esta reseña ha aparecido en el número 378 del mes de mayo de la revista de literatura Quimera.
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martes, 24 de marzo de 2015

El balcón en invierno, de Luis Landero

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La vida como ficción
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Por extraño que parezca, esta novela autobiográfica, porque de una novela se trata, arranca con la reflexión del narrador acerca del enorme esfuerzo retórico que acarrea siempre construir una ficción. De la pereza, impostada o no, que de pronto supuso para el autor sumergirse en las aguas de la memoria, con el objetivo de discurrir una fábula que contuviera su mismo espíritu, semejante fulgor. De sobra conocía Landero que, una vez más, habría de recurrir a numerosas técnicas y artes, ponerlas al servicio de una narración que fuera cuando menos verídica, que diera la impresión de ser verdad.
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Desde que escribiera su primera novela, Juegos de la edad tardía (1989), imbuida del mejor espíritu cervantino, hasta la más reciente Absolución (2012), el autor ha creado un conjunto de obras con un afán parecido al que exhiben sus propios personajes, empeñado en dar cuenta de una serie de ensueños y destinos magníficos, de ejecución a veces imposible; volcado en narrar en todo momento historias llenas de vida y pasión. Para ello ha utilizado una lengua rica pero sencilla, basada en un estilo pulcro y sumamente trabajado, bajo el propósito encomiable de alcanzar una fluidez y un cariz cercano a la oralidad.
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En El balcón en invierno, de igual modo, se plantea realizar el mismo ejercicio pero desde un enfoque distinto. Demostrar a su madre nonagenaria, y de paso al lector incrédulo, que también la vida puede ser novelada con fidelidad a los hechos acaecidos desde un lenguaje llano, carente de retórica. De forma que la novela resultante logre transmitir una doble verdad: la de la ficción propiamente dicha, que el autor defiende como edificación verosímil y verdadera, y la del retrato fiel a una memoria personal y colectiva. Esa hibridez consustancial a toda obra de ficción se hace patente de modo especial en esta novela de título sugerente, pues no otra cosa es el balcón que un espacio ambiguo a caballo entre dos mundos, el ajeno y el propio, una especie de umbral que permite una visión doble, objetiva y subjetiva a la vez.
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La composición aparentemente desordenada, siguiendo el flujo libre de la consciencia a la manera proustiana, tiene su origen en una serie de saltos continuos en el tiempo hacia delante y atrás, que este narrador realiza instalado en el balcón junto a su madre, mientras ambos recuerdan la historia familiar y personal. Viajan juntos en la novela a través de un sinfín de recuerdos compartidos, de modo semejante a como lo hacen en la vida real, tras admitir el autor que cada año, con la llegada de la primavera, suele acompañar a su madre al pueblo para reunirse con familiares y allegados; adonde se desplazan a comer y conversar y, sobre todo, recordar a los muertos, un rito cargado de sentido. Rememoran, por ejemplo, al abuelo Luis, quien fundara la familia y un hogar (Los Barros) construido con sus propias manos. O al padre del autor, un hombre ambicioso sin un destino claro en el que volcar su talento y aptitudes, y que terminaría depositando sus esperanzas en hacer de su hijo un hombre de provecho.
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En fin, el hilo conductor no es otro que evocar y sacar a la luz, con los ropajes elocuentes de la verdad, episodios decisivos de una existencia errática y llena de incertidumbres, como lo fuera la de su primo Paco, el guitarrista, o la del padre, acuciados ambos por el afán de labrarse un futuro mejor, aunque ellos no pudieran cumplir sus deseos. Pero la novela es también un homenaje sincero a la madre, quien solía acusarlo de fantasioso y de inventarse las cosas. Y a su abuela Francisca, Frasca, depositaria de un sinfín de cuentos, leyendas e historias, así como responsable de haber despertado en el autor su interés por los relatos orales, además de su entrega absoluta a la palabra, siendo ella analfabeta. Quizá por ello, la foto de la cubierta muestre el aprecio y la valía de esta mujer, el porte digno de la abuela que custodia y salvaguarda una memoria campesina (personal y colectiva), que, gracias al buen hacer de su nieto, no se perderá.
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* Esta reseña ha aparecido en el número 376 de marzo de la revista literaria Quimera.

viernes, 27 de febrero de 2015

Demonios familiares, de Ana María Matute


Pura Matute

Esta es la última novela que la autora escribiera y que dejó inacabada al morir. La crítica la ha calificado de inconclusa tras interrumpirse de forma abrupta en el capítulo 11, pero también ha reconocido que su escritura se presenta revisada y pulida. El prólogo de Gimferrer califica su prosa de “tensa, y al mismo tiempo alucinada”, pues posee “la verdad de las imágenes simbólicas”. Y ello a pesar de que el nudo de la narración se encuentre truncado, y el desenlace constituya una enorme incógnita que la autora ha decidido llevarse para siempre consigo.

En Demonios familiares depura una serie de motivos literarios recurrentes en su narrativa, donde la memoria de la niñez y primera juventud desempeña a menudo un papel decisivo. Así, por ejemplo, la soledad que sus personajes experimentan en el tránsito de la infancia a una adolescencia no menos precaria. O el consuelo que supone para ellos, frente a una madurez que se revela ajena o esquiva, hallar refugio en la imaginación y el ensueño, materializados en esta novela en el ámbito secreto del bosque y el privado del desván. E incluso el mismo trasfondo de la Guerra Civil, presente en otras obras realistas como Los Abel (1948), Los hijos muertos (1958) o Primera memoria (1959). Sin olvidar la alusión velada a un universo adulto apenas entrevisto, regido por intuiciones, destellos y atisbos de toda clase desde la visión inexperta y asustada de sus jóvenes personajes, portavoces de un asombro que ya afloraba en Paraíso inhabitado (2008), su anterior novela. En Demonios familiares, por lo demás, combina el punto de vista de una narradora protagonista de apenas 16 años, con una voz omnisciente capaz de meterse en la piel de su personaje.
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Eva es una postulante a monja que vuelve a casa, tras el estallido de la Guerra Civil, cargada de un rencor desconocido hacia su progenitor; dispuesta a asumir una doble paradoja: que ama profundamente cuanto la rodea, todo lo material y hasta los objetos más nimios, y que deberá someterse de nuevo al yugo de su anciano padre. Conocido por todos como el Coronel, vive atrincherado en la casa, atendido por el fiel y oscuro Yago, una especie de criado que poco a poco irá revelando su verdadera identidad. De modo que la muchacha encuentra su único desahogo en la amistad con Jovita, hija del farmacéutico y novia de Berni, un huido republicano que Eva descubre herido en mitad del bosque y que, con la ayuda de Yago, decide esconder en el desván de la casa… Con estos pespuntes casi folletinescos, la autora compone un mundo sólido plagado de matices, desbordante de insinuaciones, medias verdades y secretos a voces, capaces de elaborar un fresco muy creíble en torno a la opresión y violencia en tiempos de incertidumbre.

Aunque incompleta, sería un error considerarla apenas una novela esbozada, por cuanto la autora corrigió el original varias veces, nos lo indica en el epílogo María Paz Ortuño, hasta conseguir ese efecto depurado y sugerente propio de su escritura. En este sentido, Ana María Matute “se ponía a escribir cuando ya la novela estaba escrita en su cabeza”. El periodista Xavi Ayén recordaba en La Vanguardia (24 de septiembre del 2014) que la referencia en las dos últimas páginas a uno de los protagonistas (Yago) como “el chico de al lado (sic)” remite al primer relato que publicó la autora en la revista Destino en 1947, recogido después en su libro El tiempo (1957). Tal vez anunciase con ello, al final de su vida y de sus letras, un desarrollo y desenlace prometidos que, sin embargo, no pudo completar. Un círculo que parece haber querido cerrar a sabiendas.
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* Esta reseña ha sido publicada en el número 375 de la revista de literatura Quimera, correspondiente al mes de febrero del 2015.

lunes, 22 de diciembre de 2014

Mansa chatarra, de Francisco Ferrer Lerín


Memoria iluminada

Este libro de corte singular intercala prosas de Ferrer Lerín, algunas verdaderos microrrelatos, con una selección de fotografías absolutamente personal; como si el editor hubiera dispuesto, con el beneplácito del escritor, su obra narrativa breve a la manera de un dietario. Así, el volumen propone un recorrido cronológico a través del imaginario de nuestro autor a partir de piezas procedentes de La hora oval (1971), Cónsul (1987), El bestiario de Ferrer Lerín (2007), Papur (2008), Fámulo (2009), Gingival (2012), Hiela sangre (2013), y una veintena de textos inéditos extraídos de su blog. 

Llama la atención la coherencia y continuidad que se desprende de la lectura de estos textos escogidos, a pesar de cumplirse entre los primeros (de 1963) y los últimos (del 2013) la friolera de casi 50 años. No en balde el título remite a un conjunto de prosas de factura heterodoxa a caballo entre el sueño, el pensamiento –llamémosle– iluminado y la narrativa más breve; inclasificables de algún modo. Aun cuando el microrrelato haya procurado carta de naturaleza a muchos de estos textos –véase en este sentido Gingival, con epílogo de Fernando Valls: una antología que agrupa estrictamente los microrrelatos de Ferrer Lerín–, no todos los aquí recogidos poseen sustancia narrativa, hasta el punto de componer su naturaleza proteica un batiburrillo de piezas de difícil adscripción. 


El editor destaca su carácter pesadillesco y ominoso, tan propio de los sueños plagados de monstruos quiméricos y rara avis. Asimismo la inquietud se erige en ingrediente habitual de estas fábulas protagonizadas con frecuencia por un narrador personaje, junto con la divagación sin objeto ni lógica de una voz en primera persona que da rienda suelta a su fantasía ante el asombro del lector. De ahí que estas piezas iniciales estén más cerca del libre fluir de la conciencia que de una composición narrativa debidamente perfilada. Así sucede, por ejemplo, en “El monstruo”, o en “Otelo”, un relato escenificado donde la elaboración de cierta atmósfera resulta crucial para dotar de color y sentido simbólico al texto. No en vano, podrían considerarse en buena medida estampas onírico-absurdas. En ellas el narrador acostumbra a desplazarse en coche, vinculando estos relatos a una especie de viaje iniciático. También coge el vehículo en “Mis Memorias”, no así en “Mansa chatarra”, un díptico construido sobre la frase común «Debo de equivocarme a menudo», que me ha recordado los textos experimentales de Juan García Hortelano. 

Y aun así, creo que aquello que los aúna sobre todo es la voz singular de este narrador absolutamente libérrimo, dispuesto a dejarse llevar por la irracionalidad y la aventura de la imaginación. Si en “La dama que vive” es un sátiro entregado a la causa de embaucar a la dama del título, en “Viejo circus” se erige más bien en una especie de bestia, tal vez un oso, mientras que en “Corvus corax”, una de las mejores piezas, ha quedado reducido a un ave rapaz. El salto de la tercera a la primera persona hace pensar que se trata del propio narrador animalizado.

En sus prosas se trasluce la preocupación por el lenguaje. Así, en “Elena Blum”, leemos: «A menudo nos sentimos viciados por determinadas sintaxis y terminologías. Podríamos decir que el léxico –que algunas porciones del léxico- nos coacciona, nos obliga incluso a desfigurar una trayectoria limpia». De hecho, son numerosas las piezas en las que el narrador personaje emula una voz de corte científico para revestirse de autoridad, sin que parezca importarle su efecto impostado. Otras veces los textos adoptan la forma de una entrada enciclopédica con visos de bestiario, lo que le permite disparatar de forma consciente: ocurre en “Morcas”, “Quet” o “Guácharo”, por ejemplo. Como los personajes de esta serie acostumbran a ser monstruos horripilantes, a menudo lo grotesco –véase “Sobas-munisinos (Envenenadores o chupadores de sangre)”– se mezcla con lo escatológico (“Malabestia”); rayando su peripecia en el desvarío más desatado del subconsciente: son los casos de “Tanchelino” y “Yaga-bara”, entre otros.

En fin, los textos que prefiero se hallan dentro de la órbita del sueño y de un narrador protagonista confundible con el mismo escritor, o al menos con alguien dotado de su personalidad. Es el caso de “Sueños 1”, donde simula recrear recuerdos infantiles y fantasías del propio autor, o de “Sueños 2”, en el que confiesa: «Cada vez más, a medida que voy envejeciendo, considero los sueños como formantes de una eternidad: el segundo mundo que vamos habitando». Un libro tan heterodoxo, cuando menos, como la fama que precede a Ferrer Lerín.


* Esta reseña ha aparecido en el número 373 de la revista Quimera, correspondiente al mes de diciembre.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

La trabajadora, de Elvira Navarro


Incertidumbres 

Resulta revelador, ante todo, que la autora haya optado por titular su novela de manera sencilla, convirtiendo a su protagonista en una trabajadora, lo que cabría interpretar como un empeño por abordar literariamente los problemas que acucian hoy a un segmento importante de los españoles. Y, sin embargo, en sus páginas se aleja del ejercicio de realismo chato propio del pasado socialrealismo de los 50 y primeros 60 para acercarse a otro frenético y desquiciante, plagado de remisiones y señales de valor simbólico. Así, por ejemplo, el Madrid periférico que se nos presenta mientras la narradora recorre las calles empobrecidas, respondería a ese empeño por mostrar a unas gentes condenadas a la precariedad laboral, al margen de su edad y formación, abandonadas a su suerte por políticos y empresarios, pues en esa situación se hallan las dos protagonistas de esta novela.
       
Elisa reside en un barrio modesto de Madrid pero para poder llegar a fin de mes, decide alquilar una habitación de su casa a Susana, de 44 años. Como si vislumbrara en ella una proyección futura de sí misma, pronto veremos que la joven siente una mezcla de rechazo y cautela hacia su inquilina: una mujer que trabaja de teleoperadora, con un pasado inestable de brotes esquizoides y un tratamiento superado a base de una fuerte medicación, quien además se dedica a armar unos inquietantes collages de los diversos barrios de Madrid, lo que fascinará desde el principio a la narradora. Por su parte, Elisa ha obtenido una licenciatura y publicado una novela y varios artículos, aunque se pasa entre ocho y diez horas diarias frente al ordenador sin que la editorial para la que trabaja le pague regularmente. De modo que a sus 27 años se siente estafada y agotada, y ha empezado a sufrir ataques de pánico que la conducen a medicarse y tener que visitar a un psiquiatra. De ahí la sensación creciente de que su inquilina sea una especie de reflejo deformado de la persona en quien podría convertirse si no controla su ansiedad.

        
       

La novela, dividida en tres partes, arranca con el delirio protagonizado por Susana, que Elisa transcribe, por el que el lector empieza a adentrarse en una atmósfera de asfixia y enajenación; más cercana al ensueño o incluso a la distorsión circundante propia de la enfermedad y la ingestión de pastillas, que de la realidad objetiva. Pero, sobre todo, nos sirve para conocer la situación sufrida por Susana diecisiete años atrás, cuando contaba la edad de Elisa, hasta el punto de que la narradora protagonista releerá varias veces la historia de su inquilina buscando encontrar pistas de su estado actual; como si el relato de Susana albergara su curación futura en una concepción de la narrativa como tratamiento terapéutico.
        
Tras estos mimbres delirantes de la primera parte, en la segunda se fragua la relación entre ambas. La novela dosifica bien esa mutación recíproca. A medida que Susana despliega un comportamiento cada vez más equilibrado, Elisa se muestra más desquiciada. O por decirlo en otras palabras: mientras que la nueva inquilina trata de realizarse a través de sus collages, una vez asumida la modestia de su empleo, Elisa se ve condenada a trabajar a destajo, sin satisfacción alguna, ni siquiera monetaria; reduciéndose su vínculo con el exterior a las horas que navega por Internet, a los paseos por la periferia de Madrid y a su relación con Germán y Carmentxu, la persona que la emplea y explota a un tiempo. Y aunque todos estos desequilibrios irán aumentando la desazón de la narradora, la parte final del relato alberga no pocas esperanzas, cargadas sin embargo de cierta resignación más o menos inevitable.

Elvira Navarro ha escrito una novela comprometida con el presente; para lo cual no ha dudado en echar mano de un realismo de tintes a veces esperpénticos, destinado a reflejar con fidelidad el desasosiego y la incertidumbre de un número creciente de jóvenes; quienes, a pesar de su preparación, no encuentran el modo de ganarse la vida, al chocar con un sistema que los ha proletarizado. La novela, como ocurre en este caso, se erige en una herramienta lúcida capaz de mostrar los diversos matices de esa injusta precariedad.
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* Esta reseña ha aparecido en el número 372 de la revista 
Quimera, correspondiente al mes de noviembre. La cubierta es de Susana Pozo.
       

domingo, 26 de octubre de 2014

Autopsia, de Miguel Serrano Larraz


Penitencia

Barajando realidad y ficción, el narrador protagonista de esta novela, un personaje llamado Miguel como el autor, decide bucear en las turbulentas aguas de la conciencia para dar fe de sus remordimientos e intentar expiar sus culpas. Convertido en padre de familia, con una niña a su cargo, cree llegado el momento de revisar su infancia y primera juventud, apoyándose en el trauma que supuso recibir una paliza de un grupo de skinheads. Pero sobre todo se propone examinar, como si de una autopsia se tratara, los días en que acosaba en la escuela a una compañera; un pasado vergonzoso que no ha conseguido olvidar, y en cuyas oscuras motivaciones se obstina en hurgar una y otra vez.

Dividida en dos partes extensas, al final de la primera, titulada «Nombrar», reconoce que con su escritura ha buscado redimirse, “pedir perdón”, “ser capaz de mirar a mi hijo a la cara (de comprender, en realidad). Una forma, también, de disculparme por mi libro anterior”, en donde ajustaba cuentas a una antigua novia de manera gratuita. Y aunque el protagonista parta de que la escritura es una forma de ficción, insiste en su propósito de no inventar nada. Al respecto, las citas de Thomas Mann y de Ray Bradbury que encabezan el libro remitirían a este débil enmascaramiento que supone decir casi toda la verdad. En suma, mientras los hechos referidos podrían ser verificados por el entorno del escritor, los personajes que desfilan por estas páginas no se corresponden exactamente con los reales, ni tampoco comparten sus nombres.


Así las cosas, no habría que confundir al narrador con el autor, a pesar de compartir ambos algunos datos biográficos; reducido aquí a un personaje dentro de esta farsa que acostumbra a ser la vida convertida en ficción, en mero recurso para retener la atención de los lectores, a la manera de los reality show. Esta técnica consistente en echar al protagonista a los leones le sirve al autor, en tanto rememora aquellos años, para parodiar programas de telebasura como Crónicas marcianas, de Sardà, el cual encandiló durante los 90 a buena parte de la audiencia: una especie de facebook en antena avant la lettre, precursora de los lodos y despellejamientos actuales. Junto a esta encarnadura, el libro cuenta además las andanzas del joven Miguel por los bares de moda de entonces, cuando se obstinaba en ir a su aire y se emborrachaba con sus amigos Mensajero y Hans Castorp (nombre de uno de los protagonistas de La montaña mágica), un dj que morirá joven, como a veces les ocurre a los grandes mitos. O bien su descenso social desde la clase media acomodada de la que procede, con el abandono del barrio de sus padres. En definitiva, si la vida del personaje se nos presenta como un reality show es con el objeto de que sea el juicio crítico del lector el que lo consuma y digiera a su antojo, el responsable de juzgarlo si lo cree oportuno. En este sentido, tenemos la impresión de que el narrador está deseando que lo condenen a galeras.

A lo largo de la segunda parte, titulada «El proceso», vemos amplificado ese hurgar del narrador en la herida de una culpa que no deja de supurar, y que acaso, intuye espantado, jamás cicatrice. Porque, a decir verdad, este Sísifo que es Miguel escribe también para hacerse perdonar por quien sólo podría hacerlo. De modo que cabría interpretar la novela como una carta dirigida a aquella niña que fue su víctima; de quien el narrador no ha vuelto a saber nada y a la que desea que le haya ido bien la vida, lejos de los acosadores pasados y de futuros predadores. No en vano, apunta el protagonista: “Este libro es una confesión, pero también lleva en sí el germen de la penitencia. En este caso, quien cuenta su fuego también arde”.

Escrito con propósito de enmienda, el fracaso de la novela supondría seguramente un castigo apropiado, aunque el narrador nos dice que preferiría que cosechara cierto éxito, poder sacar a la luz todas las miserias y la suciedad acumuladas, reducirlo a la vergüenza más absoluta, pues no otra cosa cree merecer. Escrito, en fin, en un lenguaje diáfano, de impronta locuaz, es probable que el lector se vea arrastrado desde el principio por la confesión de este personaje peregrino, a caballo entre la fotografía de una época todavía cercana y el autorretrato feroz.


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* Esta reseña ha aparecido en el número 371 de la revista Quimera, correspondiente al mes de octubre. La cubierta es de Miquel Rof.
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viernes, 25 de julio de 2014

Las otras criaturas, de Eugenio Mandrini

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Criaturas abis(m)ales
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Si las criaturas a las que alude el título son otras es porque acostumbran a pasar desapercibidas; envueltos como estamos en el fragor de la actualidad, habituados a no prestarles la atención que merecerían. Tras haber cultivado la poesía y antologado a los letristas del tango, el escritor argentino ha reunido en su segundo libro de microrrelatos a esas otras criaturas para dar cuenta de su singularidad, y mostrarnos sus hazañas. Recuérdese, además, que su anterior libro de narrativa brevísima se titulaba Criaturas de los bosques de papel.
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Varios son los seres que aparecen de forma recurrente en estas piezas de factura concentrada y aliento poético, transidos de memoria y estupor: ángeles desahuciados («Breve historia del fin de los ángeles», «Ocio en otoño», «Niños II»), ciegos visionarios («Parpadeos», «Los expulsados» o «Prueba de vuelo»), chiquillos que tiemblan de abandono (en la serie de «Niños») y miedo (en «Primeros goteos de la desilusión»), junto con toda clase de pájaros cautivos, como ocurre en «Canto quemado», texto que rezuma sensualidad y contención; mientras que «Ese pájaro» propondría un acercamiento humorístico al motivo del ave como trasunto del artista.
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Todos ellos son convocados por Mandrini para que desgranen su historia, bien en boca de un narrador en tercera persona bien en primera, y ponernos sobre aviso. Tal como sucedía en las fábulas de Augusto Monterroso, la posible moraleja o enseñanza que pudiera haber en Mandrini se halla hábilmente disuelta en el texto, implícita, sin que ambos escritores compartan mayores semejanzas. No en balde los rasgos predominantes en los microrrelatos de nuestro autor no son la ironía y el ingenio del escritor guatemalteco, sino más bien el tono marcadamente poético de sus piezas, alejado del narrativo común en este género, llegando a emparentarse por su temática sentimental y tono extasiado con los microrrelatos y poemas en prosa de Juan Ramón Jiménez.

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Las transformaciones que se narran guardan estrecha relación con los procesos subjetivos que experimentan los diversos personajes, ya sean animales o personas ya fenómenos físicos o fantásticos, tales como el espejismo del desierto, o las figuras del fantasma y el inmortal. Aparte de la nostalgia por el paraíso perdido, otras veces el sentimiento de amenaza o de violencia contenida se erige en variante de dicho motivo: así sucede en «Mamut en la noche inmensa», un microrrelato con la función de prólogo donde la alucinación de lo temible perdura en el personaje tras haberse arrancado los ojos. De igual modo asoman en sus páginas las figuraciones de la Muerte y el Tiempo, y el “dulce animal amargo” del Amor, que suele mediar entre ambos; lo vemos en «Del amor invencible» o en «Del amor y la muerte». A menudo adquieren protagonismo personajes tan etéreos o abstractos, tan fantasmales, como el espejismo que aparece personificado en «No todo es desierto en el desierto», o el reflejo y la sombra, que remiten, respectivamente, a la identidad cambiante en «Ventanas para mirarse», y al motivo del doble que aparece en «Metas» o en «Algo más que un cross a la mandíbula», pieza que recuerda los textos de Neutral Corner, de Ignacio Aldecoa.
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Mandrini convoca a todos estos seres heterodoxos con el fin de que nos hablen al oído, en un tono cercano a la confesión, para transmitirnos una suma de revelaciones y alumbramientos, de confidencias. De ahí que sean criaturas que desean o dan cuenta de las ilusiones perdidas. Cabe señalar, en este sentido, la dedicatoria con que encabeza el libro: «A los sueños y las pesadillas de donde proviene casi toda la realidad». Su estilo narrativo está marcado por la revelación y el misterio, por una voz que no desdeña –cuando así lo requiere– el recurso del humor contenido.
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Resulta imposible detenerse en todas las piezas de mérito que aquí confluyen. De entre las 102 que componen el libro, destaco el micro de cierre, una declaración de intenciones, además de ser una poética. Lo transcribo entero por su interés. «Al Canon»: “Dejen que los poetas escriban la noche. / Dejen que los novelistas escriban la distancia. / Y dejen que nosotros, los de la breve y brevísima ficción, / escribamos el relámpago”. Sea.

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* Esta reseña ha sido publicada en el número doble de julio-agosto, 368-369, de la revista de literatura QuimeraLa ilustración es de Paula Bonet.
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jueves, 26 de junio de 2014

Tenebrario (Libro de las lamentaciones), de Francisco Silvera


Ceniza y polvo

Autor de varios libros a caballo entre el poema en prosa y el microrrelato, tiene en su haber una serie de volúmenes (Las apoteosis, Libro de las taxidermias, Libro de los humores, Libro del ensoñamiento y Álbum blanco), cuyas historias versan a veces sobre la muerte como destino incomprensible; así sucede en los cuatro primeros. El presente volumen se enmarca dentro de la tradición de las lamentaciones dispuestas conforme al abecedario hebreo. Aquí Silvera divide sus poemas en prosa en dieciséis episodios o pasos, en los que un narrador en segunda persona invoca a su hija muerta durante la noche de vela. Se trata, pues, de un lamento individual, aunque el conjunto quepa interpretarlo como una oración fúnebre. Respecto al título, debe considerarse que los tenebrarios son candelabros con un pie alto, si bien con quince velas, que se encienden en los oficios de tinieblas de Semana Santa.

El libro se vale de un crescendo dramático durante el cual el padre trata de encajar el golpe que supone recuperar, dos meses después, el cuerpo de su hija ahogada. «Nada es la muerte y nada la razón (…). Nada es lo humano», empieza diciendo. Frente a ese vacío, la verdad de sus restos mortales se impone rotunda. Desde el mismo arranque, pues, un sentimiento nihilista recorre el ánimo del padre. En el segundo texto se pregunta por el asesino, cuya presencia siente porque todo está oscuro («lo roza el aire como a ti, como a tu cuerpo podrido que miro flotar en esta ría velada de aceites»). Mientras la noche avanza, percibe que su hija está fuera de él y es la tarde y el pájaro, hasta sentirse en comunión con ella («yo sólo te miro como miraría un muerto a otro muerto»). E invoca al aire y la nada como en una letanía. Para terminar descubriendo que los muertos verdaderos son los otros, esa parentela presente que lo mira y murmura, todos esos extraños que lo compadecen sin entender; por el contrario, «qué daño me hace verte tan viva, tan linda hecha tarde». Y es tal la crudeza de su padecimiento, ese recrearse sin fin, que casi resulta irreverente («te quiero con la camiseta rota, comida, el diente quebrado y tus manos deformes, tus cuencas hinchadas, qué linda y yo qué tranquilo viéndote muerta sin remedio»).


Hacia la mitad del libro, el dolor se ha hecho insoportable, aunque siga sin poder llorar. Camino del tanatorio, el padre experimenta la revelación de su inmortalidad porque «nada puede matarme ya». Y la conmoción alcanza su cénit en el reconocimiento del cadáver, «—no eres tú—», repite sin descanso, cuando «la vida es un vacío entre dos nadas», como sabía Quevedo, «que se disuelve en el vendaval del tiempo». Por fin encuentra un respiro en la sala de espera, al pensar en los viejos, en su vejez, «no, hija, tú serás una niña para siempre y yo, tu padre», mientras prosiguen las revelaciones. El narrador se ha sentido culpable por no haber podido acompañarla durante su muerte, ni tampoco socorrerla o consolarla. Con la llegada del alba, se pregunta qué va a ser de su vida, pues no hay modo de seguir con esa certeza. El libro, de una intensidad perturbadora, concluye entonces de forma abrupta, dispuesto el narrador a no añadir palabra alguna.

Es este un volumen escrito desde el límite de la palabra o del dolor, desde la ausencia de sentido; con numerosas sinestesias e hipálages que barajan percepciones exteriores con sentires profundos para mejor dar fe. En sus páginas predomina el tono de confesión y el recogimiento de una voz que se dirige a su hija fallecida. Es probable que al lector le quede la sensación de haber asistido a su pensamiento desnudo, al soliloquio de un narrador que no duda en recurrir a un conjunto de imágenes lacerantes o al empleo de un lenguaje emocionado.



* Esta reseña ha aparecido en el número de junio, 367, de la revista Quimera. La ilustración es de Miquel Rof. 

domingo, 25 de mayo de 2014

Bulevar, de Javier Sáez de Ibarra


El fondo de la superficie

¿Puede escribirse una prosa narrativa sostenida en el puro argumento, sin aderezos, aparentemente desnuda; que huya “de la metáfora en todas sus manifestaciones”? Se trataría, en todo caso, de un ejercicio de contención, aun cuando el autor sepa que el poder asociativo de la palabra es la base misma de lo literario. Semejante propósito, desgranado en la «Defensa» que encabeza los dieciséis relatos de este libro, parece haber servido de estímulo a Javier Sáez de Ibarra: abordar unas historias al margen de los mecanismos retóricos propios de la ficción narrativa. ¿Pero es posible un lenguaje literario que sea sólo denotativo? Acaso un ejemplo extremo sea «Enciclopedia occidental», donde se limita a reproducir una lista de boda interminable en una escalada hacia el absurdo de efecto hilarante, en la que cada obsequio que se añade resulta más ridículo y prescindible que el anterior. Y, sin embargo, las distintas narraciones que desfilan por este muestrario lo hacen desde un lenguaje por momentos connotativo, capaz de ofrecernos un mosaico vivísimo del acontecer humano, no menos cotidiano en su peripecia, silencios y sobreentendidos, ni lacónico o fragmentario en sus finales abruptos, como si el cuento optara por replegarse tras haber esparcido su dosis oportuna de emoción.


En «Permiso», el primer relato, un operario va a recoger a una mujer a la que corteja y, anticipándose a la cita, la observa en su trabajo, agazapado. De hecho, la espía convirtiéndose en un intruso, momento en que el relato concluye. El cuento había arrancado poco antes con el protagonista desenvolviéndose en su faena, irrumpiendo esta vez en la esfera privada de su jefe, quien no duda en llamarle la atención. En manos del lector se deja, pues, la asociación de ambas escenas concatenadas, para que sea él mismo quien saque conclusiones. Este procedimiento de mostrar sin inmiscuirse apenas está presente en varios relatos, en la estela de Cheever o Carver. Así, en «El señor Remáser», por ejemplo, donde dos hombres comparten habitación en un hospital sin que, aparentemente, suceda nada extraño. Cristóbal recibe las visitas y atenciones de sus familiares y amigos; en cambio, Esteban, solo y abatido, parece dispuesto a morir mientras escucha música gospel por todo consuelo. Nada más se cuenta, ni falta que hace. Pero quizás el relato que yo prefiera sea «La reina», con la batalla que entablan un padre y su hijo a lo largo de una serie de jugadas de ajedrez; interrumpidas de golpe por la boda del joven a la que el padre no acude, pues «si la Reina es la pieza más valiosa (…), no importa lo que hagas con ella. Gana el Rey que se mantiene en pie hasta el final». Mientras que en «Sacar al perro», la relación de una chica con el chucho que lleva a pasear condiciona, a su vez, la evolución de la que inicia con su amante. Otro de los cuentos que prefiero es «Fuerza», un ejemplo de contención narrativa donde lo que se silencia pesa más que lo relatado. O «Termina primero», en que la ausencia de culpa empuja a unos chicos inconscientes a poner en la picota al profesor, que será quien aparezca como único responsable, con el beneplácito del director de la escuela.

Además, Javier Sáez de Ibarra lleva a cabo una serie de experimentos formales de otro orden en varios cuentos. No sólo construye y deconstruye el armazón del volumen barajando sus partes y explicitando ampliaciones posteriores, sino que varios de ellos son tanteos en sentido estricto: así ocurre en «Manda aquí», donde la forma condiciona el contenido, tal como desvelan las notas a pie de página; en «Una historia reciente», un ready made capaz de otorgar nuevos sentidos a la re-contextualización de las páginas de un libro de texto, o en «Actividades de refuerzo», tan vinculados los dos últimos, junto al relato de cierre, con su trabajo de profesor. «Bulevar», el cuento que da nombre al volumen, podría leerse como una poética en la que, frente a lo que pudiera parecer, Marcos ha aprendido a escribir de forma velada, a ser él mismo misterioso. En resumidas cuentas, el experimento que se plantea el autor resulta sugerente en conjunto, si bien no siempre se cumple a rajatabla las premisas de que parte.

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* Esta reseña ha aparecido en la revista Quimera, número 366, correspondiente al mes de mayo del 2014. El dibujo de la cubierta es de Susana Pozo.
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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.


Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"