lunes, 4 de agosto de 2014

Ciento noventa y dos

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El pasado inmediato nos deslumbra 
con el fulgor previo de la desmemoria.
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viernes, 1 de agosto de 2014

jueves, 31 de julio de 2014

Ciento noventa

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El desprecio es a menudo desconocimiento; 
exhibir una ignorancia que ha dejado de saberse despreciable.
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miércoles, 30 de julio de 2014

Ciento ochenta y nueve

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Nostalgia por una impresión de futuro duradera y firme. 
Dícese, en su forma derivada, de quienes no cejan.
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viernes, 25 de julio de 2014

Las otras criaturas, de Eugenio Mandrini

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Criaturas abis(m)ales
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Si las criaturas a las que alude el título son otras es porque acostumbran a pasar desapercibidas; envueltos como estamos en el fragor de la actualidad, habituados a no prestarles la atención que merecerían. Tras haber cultivado la poesía y antologado a los letristas del tango, el escritor argentino ha reunido en su segundo libro de microrrelatos a esas otras criaturas para dar cuenta de su singularidad, y mostrarnos sus hazañas. Recuérdese, además, que su anterior libro de narrativa brevísima se titulaba Criaturas de los bosques de papel.
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Varios son los seres que aparecen de forma recurrente en estas piezas de factura concentrada y aliento poético, transidos de memoria y estupor: ángeles desahuciados («Breve historia del fin de los ángeles», «Ocio en otoño», «Niños II»), ciegos visionarios («Parpadeos», «Los expulsados» o «Prueba de vuelo»), chiquillos que tiemblan de abandono (en la serie de «Niños») y miedo (en «Primeros goteos de la desilusión»), junto con toda clase de pájaros cautivos, como ocurre en «Canto quemado», texto que rezuma sensualidad y contención; mientras que «Ese pájaro» propondría un acercamiento humorístico al motivo del ave como trasunto del artista.
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Todos ellos son convocados por Mandrini para que desgranen su historia, bien en boca de un narrador en tercera persona bien en primera, y ponernos sobre aviso. Tal como sucedía en las fábulas de Augusto Monterroso, la posible moraleja o enseñanza que pudiera haber en Mandrini se halla hábilmente disuelta en el texto, implícita, sin que ambos escritores compartan mayores semejanzas. No en balde los rasgos predominantes en los microrrelatos de nuestro autor no son la ironía y el ingenio del escritor guatemalteco, sino más bien el tono marcadamente poético de sus piezas, alejado del narrativo común en este género, llegando a emparentarse por su temática sentimental y tono extasiado con los microrrelatos y poemas en prosa de Juan Ramón Jiménez.

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Las transformaciones que se narran guardan estrecha relación con los procesos subjetivos que experimentan los diversos personajes, ya sean animales o personas ya fenómenos físicos o fantásticos, tales como el espejismo del desierto, o las figuras del fantasma y el inmortal. Aparte de la nostalgia por el paraíso perdido, otras veces el sentimiento de amenaza o de violencia contenida se erige en variante de dicho motivo: así sucede en «Mamut en la noche inmensa», un microrrelato con la función de prólogo donde la alucinación de lo temible perdura en el personaje tras haberse arrancado los ojos. De igual modo asoman en sus páginas las figuraciones de la Muerte y el Tiempo, y el “dulce animal amargo” del Amor, que suele mediar entre ambos; lo vemos en «Del amor invencible» o en «Del amor y la muerte». A menudo adquieren protagonismo personajes tan etéreos o abstractos, tan fantasmales, como el espejismo que aparece personificado en «No todo es desierto en el desierto», o el reflejo y la sombra, que remiten, respectivamente, a la identidad cambiante en «Ventanas para mirarse», y al motivo del doble que aparece en «Metas» o en «Algo más que un cross a la mandíbula», pieza que recuerda los textos de Neutral Corner, de Ignacio Aldecoa.
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Mandrini convoca a todos estos seres heterodoxos con el fin de que nos hablen al oído, en un tono cercano a la confesión, para transmitirnos una suma de revelaciones y alumbramientos, de confidencias. De ahí que sean criaturas que desean o dan cuenta de las ilusiones perdidas. Cabe señalar, en este sentido, la dedicatoria con que encabeza el libro: «A los sueños y las pesadillas de donde proviene casi toda la realidad». Su estilo narrativo está marcado por la revelación y el misterio, por una voz que no desdeña –cuando así lo requiere– el recurso del humor contenido.
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Resulta imposible detenerse en todas las piezas de mérito que aquí confluyen. De entre las 102 que componen el libro, destaco el micro de cierre, una declaración de intenciones, además de ser una poética. Lo transcribo entero por su interés. «Al Canon»: “Dejen que los poetas escriban la noche. / Dejen que los novelistas escriban la distancia. / Y dejen que nosotros, los de la breve y brevísima ficción, / escribamos el relámpago”. Sea.

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* Esta reseña ha sido publicada en el número doble de julio-agosto, 368-369, de la revista de literatura QuimeraLa ilustración es de Paula Bonet.
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jueves, 24 de julio de 2014

Ciento ochenta y siete

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Despertar con la razón al sueño. 
Despertar con razón al sueño. 
Razonar a pierna suelta.
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viernes, 18 de julio de 2014

miércoles, 16 de julio de 2014

sábado, 12 de julio de 2014

Ciento ochenta y cuatro

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¿Acaso no son siempre ficción 
los relatos que baraja nuestra memoria?
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sábado, 5 de julio de 2014

martes, 1 de julio de 2014

Ciento ochenta y dos

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La estupidez propia de creer ajena la estupidez: 
la enajenada estupidez propia.
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sábado, 28 de junio de 2014

Ciento ochenta y uno

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El disimulo es siempre la esquina más secreta (y expuesta), 
el paño donde enjugamos nuestros olvidos.
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jueves, 26 de junio de 2014

Tenebrario (Libro de las lamentaciones), de Francisco Silvera


Ceniza y polvo

Autor de varios libros a caballo entre el poema en prosa y el microrrelato, tiene en su haber una serie de volúmenes (Las apoteosis, Libro de las taxidermias, Libro de los humores, Libro del ensoñamiento y Álbum blanco), cuyas historias versan a veces sobre la muerte como destino incomprensible; así sucede en los cuatro primeros. El presente volumen se enmarca dentro de la tradición de las lamentaciones dispuestas conforme al abecedario hebreo. Aquí Silvera divide sus poemas en prosa en dieciséis episodios o pasos, en los que un narrador en segunda persona invoca a su hija muerta durante la noche de vela. Se trata, pues, de un lamento individual, aunque el conjunto quepa interpretarlo como una oración fúnebre. Respecto al título, debe considerarse que los tenebrarios son candelabros con un pie alto, si bien con quince velas, que se encienden en los oficios de tinieblas de Semana Santa.

El libro se vale de un crescendo dramático durante el cual el padre trata de encajar el golpe que supone recuperar, dos meses después, el cuerpo de su hija ahogada. «Nada es la muerte y nada la razón (…). Nada es lo humano», empieza diciendo. Frente a ese vacío, la verdad de sus restos mortales se impone rotunda. Desde el mismo arranque, pues, un sentimiento nihilista recorre el ánimo del padre. En el segundo texto se pregunta por el asesino, cuya presencia siente porque todo está oscuro («lo roza el aire como a ti, como a tu cuerpo podrido que miro flotar en esta ría velada de aceites»). Mientras la noche avanza, percibe que su hija está fuera de él y es la tarde y el pájaro, hasta sentirse en comunión con ella («yo sólo te miro como miraría un muerto a otro muerto»). E invoca al aire y la nada como en una letanía. Para terminar descubriendo que los muertos verdaderos son los otros, esa parentela presente que lo mira y murmura, todos esos extraños que lo compadecen sin entender; por el contrario, «qué daño me hace verte tan viva, tan linda hecha tarde». Y es tal la crudeza de su padecimiento, ese recrearse sin fin, que casi resulta irreverente («te quiero con la camiseta rota, comida, el diente quebrado y tus manos deformes, tus cuencas hinchadas, qué linda y yo qué tranquilo viéndote muerta sin remedio»).


Hacia la mitad del libro, el dolor se ha hecho insoportable, aunque siga sin poder llorar. Camino del tanatorio, el padre experimenta la revelación de su inmortalidad porque «nada puede matarme ya». Y la conmoción alcanza su cénit en el reconocimiento del cadáver, «—no eres tú—», repite sin descanso, cuando «la vida es un vacío entre dos nadas», como sabía Quevedo, «que se disuelve en el vendaval del tiempo». Por fin encuentra un respiro en la sala de espera, al pensar en los viejos, en su vejez, «no, hija, tú serás una niña para siempre y yo, tu padre», mientras prosiguen las revelaciones. El narrador se ha sentido culpable por no haber podido acompañarla durante su muerte, ni tampoco socorrerla o consolarla. Con la llegada del alba, se pregunta qué va a ser de su vida, pues no hay modo de seguir con esa certeza. El libro, de una intensidad perturbadora, concluye entonces de forma abrupta, dispuesto el narrador a no añadir palabra alguna.

Es este un volumen escrito desde el límite de la palabra o del dolor, desde la ausencia de sentido; con numerosas sinestesias e hipálages que barajan percepciones exteriores con sentires profundos para mejor dar fe. En sus páginas predomina el tono de confesión y el recogimiento de una voz que se dirige a su hija fallecida. Es probable que al lector le quede la sensación de haber asistido a su pensamiento desnudo, al soliloquio de un narrador que no duda en recurrir a un conjunto de imágenes lacerantes o al empleo de un lenguaje emocionado.



* Esta reseña ha aparecido en el número de junio, 367, de la revista Quimera. La ilustración es de Miquel Rof. 

domingo, 22 de junio de 2014

Soledad colmada

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El vacío está lleno de ausencias. 
Habitado por ellas,
percibo mi soledad colmada.
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jueves, 19 de junio de 2014

miércoles, 11 de junio de 2014

domingo, 8 de junio de 2014

jueves, 5 de junio de 2014

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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.


Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"