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Despertar con la razón al sueño.
Despertar con razón al sueño.
Razonar a pierna suelta.
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jueves, 24 de julio de 2014
viernes, 18 de julio de 2014
miércoles, 16 de julio de 2014
sábado, 12 de julio de 2014
sábado, 5 de julio de 2014
martes, 1 de julio de 2014
sábado, 28 de junio de 2014
Ciento ochenta y uno
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El disimulo es siempre la esquina más secreta (y expuesta),
el paño donde enjugamos nuestros olvidos.
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jueves, 26 de junio de 2014
Tenebrario (Libro de las lamentaciones), de Francisco Silvera
Ceniza y polvo
Autor
de varios libros a caballo entre el poema en prosa y el microrrelato, tiene en
su haber una serie de volúmenes (Las apoteosis, Libro de las
taxidermias, Libro de los humores,
Libro del ensoñamiento y Álbum blanco), cuyas historias versan a
veces sobre la muerte como destino incomprensible; así sucede en los cuatro
primeros. El presente volumen se enmarca dentro de la tradición de las
lamentaciones dispuestas conforme al abecedario hebreo. Aquí Silvera divide
sus poemas en prosa en dieciséis episodios o pasos, en los que un narrador en segunda
persona invoca a su hija muerta durante la noche de vela. Se trata, pues, de un
lamento individual, aunque el conjunto quepa interpretarlo como una oración
fúnebre. Respecto al título, debe considerarse que los tenebrarios son candelabros
con un pie alto, si bien con quince velas, que se encienden en los oficios de
tinieblas de Semana Santa.
El libro se vale de un
crescendo dramático durante el cual el padre trata de encajar el golpe que
supone recuperar, dos meses después, el cuerpo de su hija ahogada. «Nada es la
muerte y nada la razón (…). Nada es lo humano», empieza diciendo. Frente a ese
vacío, la verdad de sus restos mortales se impone rotunda. Desde el mismo
arranque, pues, un sentimiento nihilista recorre el ánimo del padre. En el
segundo texto se pregunta por el asesino, cuya presencia siente porque todo
está oscuro («lo roza el aire como a ti, como a tu cuerpo podrido que miro
flotar en esta ría velada de aceites»). Mientras la noche avanza, percibe que
su hija está fuera de él y es la tarde y el pájaro, hasta sentirse en comunión
con ella («yo sólo te miro como miraría un muerto a otro muerto»). E invoca al
aire y la nada como en una letanía. Para terminar descubriendo que los muertos
verdaderos son los otros, esa parentela presente que lo mira y murmura, todos
esos extraños que lo compadecen sin entender; por el contrario, «qué daño me hace
verte tan viva, tan linda hecha tarde». Y es tal la crudeza de su padecimiento,
ese recrearse sin fin, que casi resulta irreverente («te quiero con la camiseta
rota, comida, el diente quebrado y tus manos deformes, tus cuencas hinchadas,
qué linda y yo qué tranquilo viéndote muerta sin remedio»).
Hacia
la mitad del libro, el dolor se ha hecho insoportable, aunque siga sin poder llorar.
Camino del tanatorio, el padre experimenta la revelación de su inmortalidad
porque «nada puede matarme ya». Y la conmoción alcanza su cénit en el
reconocimiento del cadáver, «—no eres tú—», repite sin descanso, cuando «la
vida es un vacío entre dos nadas», como sabía Quevedo, «que se disuelve en el
vendaval del tiempo». Por fin encuentra un respiro en la sala de espera, al
pensar en los viejos, en su vejez, «no, hija, tú serás una niña para siempre y
yo, tu padre», mientras prosiguen las revelaciones. El narrador se ha sentido
culpable por no haber podido acompañarla durante su muerte, ni tampoco socorrerla
o consolarla. Con la llegada del alba, se pregunta qué va a ser de su vida, pues
no hay modo de seguir con esa certeza. El libro, de una intensidad
perturbadora, concluye entonces de forma abrupta, dispuesto el narrador a no
añadir palabra alguna.
Es
este un volumen escrito desde el límite de la palabra o del dolor, desde la
ausencia de sentido; con numerosas sinestesias e hipálages que barajan percepciones
exteriores con sentires profundos para mejor dar fe. En sus páginas predomina el
tono de confesión y el recogimiento de una voz que se dirige a su hija
fallecida. Es probable que al lector le quede la sensación de haber asistido a
su pensamiento desnudo, al soliloquio de un narrador que no duda en recurrir a un
conjunto de imágenes lacerantes o al empleo de un lenguaje emocionado.
* Esta reseña ha aparecido en el número de junio, 367, de la revista Quimera. La ilustración es de Miquel Rof.
domingo, 22 de junio de 2014
jueves, 19 de junio de 2014
miércoles, 11 de junio de 2014
domingo, 8 de junio de 2014
jueves, 5 de junio de 2014
martes, 27 de mayo de 2014
domingo, 25 de mayo de 2014
Bulevar, de Javier Sáez de Ibarra
El fondo de la superficie
¿Puede escribirse una
prosa narrativa sostenida en el puro argumento, sin aderezos, aparentemente desnuda;
que huya “de la metáfora en todas sus manifestaciones”? Se trataría, en todo
caso, de un ejercicio de contención, aun cuando el autor sepa que el poder
asociativo de la palabra es la base misma de lo literario. Semejante propósito,
desgranado en la «Defensa» que encabeza los dieciséis relatos de este libro, parece haber servido de estímulo a Javier Sáez de
Ibarra: abordar unas historias al margen
de los mecanismos retóricos propios de la ficción narrativa. ¿Pero es posible
un lenguaje literario que sea sólo denotativo? Acaso un ejemplo extremo sea «Enciclopedia
occidental», donde se limita a reproducir una lista de boda interminable en una
escalada hacia el absurdo de efecto hilarante, en la que cada obsequio que se
añade resulta más ridículo y prescindible que el anterior. Y, sin embargo, las distintas
narraciones que desfilan por este muestrario lo hacen desde un lenguaje por
momentos connotativo, capaz de ofrecernos un mosaico vivísimo del acontecer
humano, no menos cotidiano en su peripecia, silencios y sobreentendidos, ni lacónico
o fragmentario en sus finales abruptos, como si el cuento optara por replegarse
tras haber esparcido su dosis oportuna de emoción.
En «Permiso», el
primer relato, un operario va a recoger a una mujer a la que corteja y,
anticipándose a la cita, la observa en su trabajo, agazapado. De hecho, la
espía convirtiéndose en un intruso, momento en que el relato concluye. El
cuento había arrancado poco antes con el protagonista desenvolviéndose en su faena,
irrumpiendo esta vez en la esfera privada de su jefe, quien no duda en llamarle
la atención. En manos del lector se deja, pues, la asociación de ambas escenas
concatenadas, para que sea él mismo quien saque conclusiones. Este
procedimiento de mostrar sin inmiscuirse apenas está presente en varios
relatos, en la estela de Cheever o Carver. Así, en «El señor Remáser», por
ejemplo, donde dos hombres comparten habitación en un hospital sin que,
aparentemente, suceda nada extraño. Cristóbal recibe las visitas y atenciones
de sus familiares y amigos; en cambio, Esteban, solo y abatido, parece dispuesto
a morir mientras escucha música gospel
por todo consuelo. Nada más se cuenta, ni falta que hace. Pero quizás el relato
que yo prefiera sea «La reina», con la batalla que entablan un padre y su hijo
a lo largo de una serie de jugadas de ajedrez; interrumpidas de golpe por la
boda del joven a la que el padre no acude, pues «si la Reina es la pieza más
valiosa (…), no importa lo que hagas con ella. Gana el Rey que se mantiene en
pie hasta el final». Mientras que en «Sacar al perro», la relación de una chica
con el chucho que lleva a pasear condiciona, a su vez, la evolución de la que inicia
con su amante. Otro de los cuentos que prefiero es «Fuerza», un ejemplo de
contención narrativa donde lo que se silencia pesa más que lo relatado. O
«Termina primero», en que la ausencia de culpa empuja a unos chicos inconscientes
a poner en la picota al profesor, que será quien aparezca como único
responsable, con el beneplácito del director de la escuela.
Además, Javier Sáez de Ibarra lleva a cabo una serie de experimentos formales de otro orden en varios cuentos. No sólo construye y deconstruye el armazón del volumen barajando sus partes y explicitando ampliaciones posteriores, sino que varios de ellos son tanteos en sentido estricto: así ocurre en «Manda aquí», donde la forma condiciona el contenido, tal como desvelan las notas a pie de página; en «Una historia reciente», un ready made capaz de otorgar nuevos sentidos a la re-contextualización de las páginas de un libro de texto, o en «Actividades de refuerzo», tan vinculados los dos últimos, junto al relato de cierre, con su trabajo de profesor. «Bulevar», el cuento que da nombre al volumen, podría leerse como una poética en la que, frente a lo que pudiera parecer, Marcos ha aprendido a escribir de forma velada, a ser él mismo misterioso. En resumidas cuentas, el experimento que se plantea el autor resulta sugerente en conjunto, si bien no siempre se cumple a rajatabla las premisas de que parte.
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sábado, 24 de mayo de 2014
miércoles, 21 de mayo de 2014
sábado, 17 de mayo de 2014
Remolineando (sic)
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Mientras doy el paseo de la tarde, caigo en la cuenta de que un remolino se ha empeñado en rebasarme. Lo sé por las infinitas vueltas y revueltas de pelusa que eleva, raudo, por los aires. Desde hace un buen rato está como queriendo asomarse. Entonces, corporeizada por él, tomo de golpe conciencia: nada de lo que no vemos deja de ser en ningún instante. Lo que sucede nos atraviesa.
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Mientras doy el paseo de la tarde, caigo en la cuenta de que un remolino se ha empeñado en rebasarme. Lo sé por las infinitas vueltas y revueltas de pelusa que eleva, raudo, por los aires. Desde hace un buen rato está como queriendo asomarse. Entonces, corporeizada por él, tomo de golpe conciencia: nada de lo que no vemos deja de ser en ningún instante. Lo que sucede nos atraviesa.
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martes, 13 de mayo de 2014
domingo, 11 de mayo de 2014
Ciento setenta y dos
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Todo exceso es una traición:
al sentido de la medida,
a la propia vergüenza,
al justo medio,
al medio más justo;
en fin, una injusticia que nos inf(l)ama en demasía.
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Todo exceso es una traición:
al sentido de la medida,
a la propia vergüenza,
al justo medio,
al medio más justo;
en fin, una injusticia que nos inf(l)ama en demasía.
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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.
Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"
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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.
Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"