lunes, 9 de abril de 2007

La vida según el alfabeto: la G

Corregiría una generación entera de graves Gramáticas Generativas, arguyó, aunque igual consiguiera una grandeza mayor si alguien como él, de una gravedad y gentileza tan exiguas como agrestes, generase algunas Gramáticas Generales para Vagos, garantía segura de un gesto genial, genuinamente generoso para con sus iguales. ¡Agregaré las reglas de todas las gramáticas!, gesticulaba grandilocuente. Guillermo no quería engañarse: para gozar con el cargo, no tenía gana de gobernar a disgusto, sino de dirigir a un grupo de gente que le protegiera y agasajara por igual. Para Guillermo, el halago era el garante de todos los riesgos. Por lo general se guiaba bajo esos argumentos, pero un día perdió el sosiego: Esto de generar gramáticas es un galimatías, se dijo tragándose una galleta. Y mientras se atragantaba, vio cómo se ahogaban sus más graves designios. Desde entonces, ya no genera gramáticas. Tan sólo le enorgullece prolongar con desagrado su disgusto antes que pergeñar algo que le distraiga.

viernes, 6 de abril de 2007

Prosopopeya (Microrrelato)

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Las flores son un buen ejemplo, pensó. Las ves quietas como estatuas, rodeadas de esa extraña belleza hecha de eternidades imposibles, pero en realidad su deterioro interno no descansa un segundo. A fin de cuentas, su secreto es ese precisamente: parecer eternas en plena decadencia, o justo cuando apenas si se manifiestan los primeros signos de un deterioro seguro, de una decrepitud capaz de embriagar como un hechizo.
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En efecto, cómo no me había dado cuenta antes si en el fondo es algo evidente, siguió barruntando para sí el poeta: el esplendor de que están hechas no puede ignorar la podredumbre que las corroe por dentro. Sólo la eternidad del tiempo en que viven las muestra engañosamente perfectas. Una belleza caduca y frágil, la suya, es cierto. Sólo una apariencia. Un hechizo, su belleza, del todo absurdo; tan caduco, en verdad, como los ojos que lo contemplan, reconoció, para sus adentros, ensimismado.
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Y acto seguido, cogió el estilete que descansaba encima de su escritorio y se abrió las venas del brazo derecho en un acto de desesperación perfectamente orquestado. ¿Qué futuro podría alcanzar jamás la belleza caduca de unos versos?, había advertido. Y tras pronunciar estas palabras, se dispuso con dignidad a que el sueño de una muerte perfecta lo abrazara al menos para siempre.
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sábado, 31 de marzo de 2007

Sueño infantil (Microrrelato)

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Se trataba de un sueño recurrente. No entendía por qué le causaba tanto pavor pero bastaba cerrar los ojos para convocar su terrible amenaza. Tendría nueve años por aquel entonces. Quizás incluso unos cuantos menos. Ahí mismo, justo en medio de la nada que sale a relucir cuando nos dejamos vencer por la pendiente del sueño, aparecía ella de nuevo, desdoblada en una Alicia recién llegada a las profundidades de un cubículo claustrofóbico; encerrada para siempre entre las cuatro paredes de un enorme cuarto oscuro. Nada se veía ni nadie podía permanecer allí, pero a tientas buscaba una salida, e irremisiblemente desembocaba en el centro mismo de la habitación, donde un gran sillón de orejas grandiosas, casi descomunal, como el que tenía su abuelo, reposaba satisfecho de su condición de fuerza centrípeta. Ella se acercaba y acercaba hasta tropezar con el dichoso sillón orejero, según le ocurría cada vez.
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Para poder abrirse paso entre la bruma de la habitación, formada por una atmósfera densa e irrespirable, hecha de muerte y vacío, de ahogo visceral, braceaba con fuerza buscando dispersar esa niebla fría, heladora en realidad. Pero no había escapatoria. El implacable sillón tenía la autoridad de quien se sabe irresistible y conoce todas las triquiñuelas posibles para salirse con la suya, de ahí que la escena fuera la misma una y otra vez, en cada nueva ocasión que se repetía el maldito sueño en que el sillón de orejas enormes terminaba atrapándola como si fuera una vulgar mosca, y se la tragaba.
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A decir verdad, tenía el sillón las orejas tan grandes como las del lobo de Caperucita, si bien Alicia no entendía qué demonios estaba haciendo dentro de aquella historia tan agobiante, cuando lo único que quería era ver el sol, las nubes y los pájaros, poder jugar.
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jueves, 29 de marzo de 2007

Blanca y tibia (Microrrelato)

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Por fin la vio a altas horas de la madrugada, cuando el taxi que había llamado por teléfono la había conducido por los aires de la ciudad vacía hasta el hospital en que acababa de morir, hacía menos de una hora. Cuando se quedaron a solas, no supo si le angustiaría la perspectiva de tener que velarla. Los familiares la recogerían más tarde. Sin saber por qué, sintió cómo la abuela le brindaba su compañía de mujer recién muerta, presente aún en la blanca y tibia estancia. Su cuerpo sereno era un indicio clarísimo de que se encontraba allí mismo, en un más allá todavía cercano.
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De pronto, la muerte había convertido su rostro de anciana dormida en una máscara resplandeciente. Tras besarle la frente con labios temblorosos, enseguida se percató de que guardaba la tibieza de lo vivo, apenas un hilo de calor. Poco a poco, la habitación que había sido su cuarto durante tantos días fue convirtiéndose en un velatorio. Una abuela durmiente y su nieta se hacían una vez más compañía. Incluso eso era como siempre.
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jueves, 4 de enero de 2007

La vida según el alfabeto: la F

Forzándose a ello, fiaba en su furibunda fantasía todo su afán de fenecer como un modo feroz de poner fin a todo aquello, de fiero desfogue ante un fracaso futuro que se figuraba flagrante.

En efecto, si Félix fallecía, hablarían de él fatalmente todas las falsas féminas de fondos falaces con que había fornicado ex profeso, no sólo con el fin de obtener un disfrute manifiesto, falto de formalidades y formalismos; sino con el artificio de fabricar, en cada fusión amorosa, la fonética más fina y fabulosa del alfabeto.

Aun cuando ninguna le hubiera confesado jamás su felicidad, por fuerza habrían de festejar, el día de su fallecimiento, las infinitas fanfarrias en defensa de su franca y diáfana figura, tan de fidalgo esforzado, fieles al fin a una faz desfigurada y fea hasta el infinito, aunque de afable perfil.
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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.


Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"