Sólo de nosotros podremos redimirnos nosotros solos.
..sábado, 28 de marzo de 2015
miércoles, 25 de marzo de 2015
Doscientos cuarenta y cinco
martes, 24 de marzo de 2015
El balcón en invierno, de Luis Landero
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La vida como ficción
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Por extraño que parezca,
esta novela autobiográfica, porque de una novela
se trata, arranca con la reflexión del narrador acerca del enorme esfuerzo
retórico que acarrea siempre construir una ficción. De la pereza, impostada o
no, que de pronto supuso para el autor sumergirse en las aguas de la memoria, con
el objetivo de discurrir una fábula que contuviera su mismo espíritu, semejante
fulgor. De sobra conocía Landero que, una vez más, habría de recurrir a
numerosas técnicas y artes, ponerlas al servicio de una narración que fuera cuando
menos verídica, que diera la impresión de ser verdad.
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Desde que escribiera su
primera novela, Juegos de la edad tardía
(1989), imbuida del mejor espíritu cervantino, hasta la más reciente Absolución (2012), el autor ha creado un
conjunto de obras con un afán parecido al que exhiben sus propios personajes, empeñado
en dar cuenta de una serie de ensueños y destinos magníficos, de ejecución a veces
imposible; volcado en narrar en todo momento historias llenas de vida y pasión.
Para ello ha utilizado una lengua rica pero sencilla, basada en un estilo pulcro
y sumamente trabajado, bajo el propósito encomiable de alcanzar una fluidez y
un cariz cercano a la oralidad.
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En El balcón en invierno, de igual modo, se plantea realizar el mismo
ejercicio pero desde un enfoque distinto. Demostrar a su madre nonagenaria, y de
paso al lector incrédulo, que también la vida puede ser novelada con fidelidad
a los hechos acaecidos desde un lenguaje llano, carente de retórica. De forma
que la novela resultante logre transmitir una doble verdad: la de la ficción propiamente
dicha, que el autor defiende como edificación verosímil y verdadera, y la del
retrato fiel a una memoria personal y colectiva. Esa hibridez consustancial a
toda obra de ficción se hace patente de modo especial en esta novela de título
sugerente, pues no otra cosa es el balcón
que un espacio ambiguo a caballo entre dos mundos, el ajeno y el propio, una
especie de umbral que permite una visión doble, objetiva y subjetiva a la vez.
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La composición
aparentemente desordenada, siguiendo el flujo libre de la consciencia a la
manera proustiana, tiene su origen en
una serie de saltos continuos en el tiempo hacia delante y atrás, que este
narrador realiza instalado en el balcón junto a su madre, mientras ambos recuerdan
la historia familiar y personal. Viajan juntos en la novela a través de un
sinfín de recuerdos compartidos, de modo semejante a como lo hacen en la vida
real, tras admitir el autor que cada año, con la llegada de la primavera, suele
acompañar a su madre al pueblo para reunirse con familiares y allegados; adonde
se desplazan a comer y conversar y, sobre todo, recordar a los muertos, un rito
cargado de sentido. Rememoran, por ejemplo, al abuelo Luis, quien fundara la
familia y un hogar (Los Barros) construido con sus propias manos. O al padre
del autor, un hombre ambicioso sin un destino claro en el que volcar su talento
y aptitudes, y que terminaría depositando sus esperanzas en hacer de su hijo un
hombre de provecho.
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En fin, el hilo conductor
no es otro que evocar y sacar a la luz, con los ropajes elocuentes de la
verdad, episodios decisivos de una existencia errática y llena de incertidumbres,
como lo fuera la de su primo Paco, el guitarrista, o la del padre, acuciados
ambos por el afán de labrarse un futuro mejor, aunque ellos no pudieran cumplir
sus deseos. Pero la novela es también un homenaje sincero a la madre, quien
solía acusarlo de fantasioso y de inventarse las cosas. Y a su abuela Francisca,
Frasca, depositaria de un sinfín de
cuentos, leyendas e historias, así como responsable de haber despertado en el
autor su interés por los relatos orales, además de su entrega absoluta a la palabra, siendo ella analfabeta. Quizá
por ello, la foto de la cubierta muestre el aprecio y la valía de esta mujer,
el porte digno de la abuela que custodia y salvaguarda una memoria campesina (personal
y colectiva), que, gracias al buen hacer de su nieto, no se perderá.
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* Esta reseña ha aparecido en el número 376 de marzo de la revista literaria Quimera.
domingo, 22 de marzo de 2015
viernes, 20 de marzo de 2015
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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.
Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"
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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.
Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"