Cómo no reconocerse cautivo, absorto, rendido ante esa clase de belleza cruel que posee la eclosión de un incendio.
Foto de Mercè Bertrand.
Cómo no reconocerse cautivo, absorto, rendido ante esa clase de belleza cruel que posee la eclosión de un incendio.
Sentarse a escribir, ahondar en un pensamiento que afilamos a tientas pero con tino justo entonces.
Dos moralidades gemelas rigen nuestras acciones: aquella que desearíamos poder cumplir la mayor parte de las veces cuando somos jóvenes y aquella otra contra la que nos estrellamos sin remedio cuando adquirimos experiencia.
Si el puro miedo se agazapa a la vuelta de la esquina, el miedo más atroz viste ropa de andar por casa.
Primero, aceleración pura y desenfreno, pleno discurrir sin ambages; después, progresivas pausas intermitentes, que se espacian y ensanchan mientras el camino se arremolina en torno a enclaves serenos, tras un accidentado recorrido repleto de meandros; por fin, el ansiado letargo absoluto, aquel que deviene en fermentación y olvido.
Memoria: recuerdo en continua (re)construcción, siendo así que cualquier episodio del pasado es susceptible de erosionarse en todo momento y circunstancia.
Amor al fulgor de la palabra dicha, oída, pronunciada en una lengua extraña en otro tiempo; hoy, sin embargo, cargada de resonancias.
Por nuestro bien y conveniencia, por la cuenta que nos trae, preferimos ignorar el alcance de nuestras mezquindades.