miércoles, 30 de julio de 2014

Ciento ochenta y nueve

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Nostalgia por una impresión de futuro duradera y firme. 
Dícese, en su forma derivada, de quienes no cejan.
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viernes, 25 de julio de 2014

Las otras criaturas, de Eugenio Mandrini

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Criaturas abis(m)ales
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Si las criaturas a las que alude el título son otras es porque acostumbran a pasar desapercibidas; envueltos como estamos en el fragor de la actualidad, habituados a no prestarles la atención que merecerían. Tras haber cultivado la poesía y antologado a los letristas del tango, el escritor argentino ha reunido en su segundo libro de microrrelatos a esas otras criaturas para dar cuenta de su singularidad, y mostrarnos sus hazañas. Recuérdese, además, que su anterior libro de narrativa brevísima se titulaba Criaturas de los bosques de papel.
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Varios son los seres que aparecen de forma recurrente en estas piezas de factura concentrada y aliento poético, transidos de memoria y estupor: ángeles desahuciados («Breve historia del fin de los ángeles», «Ocio en otoño», «Niños II»), ciegos visionarios («Parpadeos», «Los expulsados» o «Prueba de vuelo»), chiquillos que tiemblan de abandono (en la serie de «Niños») y miedo (en «Primeros goteos de la desilusión»), junto con toda clase de pájaros cautivos, como ocurre en «Canto quemado», texto que rezuma sensualidad y contención; mientras que «Ese pájaro» propondría un acercamiento humorístico al motivo del ave como trasunto del artista.
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Todos ellos son convocados por Mandrini para que desgranen su historia, bien en boca de un narrador en tercera persona bien en primera, y ponernos sobre aviso. Tal como sucedía en las fábulas de Augusto Monterroso, la posible moraleja o enseñanza que pudiera haber en Mandrini se halla hábilmente disuelta en el texto, implícita, sin que ambos escritores compartan mayores semejanzas. No en balde los rasgos predominantes en los microrrelatos de nuestro autor no son la ironía y el ingenio del escritor guatemalteco, sino más bien el tono marcadamente poético de sus piezas, alejado del narrativo común en este género, llegando a emparentarse por su temática sentimental y tono extasiado con los microrrelatos y poemas en prosa de Juan Ramón Jiménez.

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Las transformaciones que se narran guardan estrecha relación con los procesos subjetivos que experimentan los diversos personajes, ya sean animales o personas ya fenómenos físicos o fantásticos, tales como el espejismo del desierto, o las figuras del fantasma y el inmortal. Aparte de la nostalgia por el paraíso perdido, otras veces el sentimiento de amenaza o de violencia contenida se erige en variante de dicho motivo: así sucede en «Mamut en la noche inmensa», un microrrelato con la función de prólogo donde la alucinación de lo temible perdura en el personaje tras haberse arrancado los ojos. De igual modo asoman en sus páginas las figuraciones de la Muerte y el Tiempo, y el “dulce animal amargo” del Amor, que suele mediar entre ambos; lo vemos en «Del amor invencible» o en «Del amor y la muerte». A menudo adquieren protagonismo personajes tan etéreos o abstractos, tan fantasmales, como el espejismo que aparece personificado en «No todo es desierto en el desierto», o el reflejo y la sombra, que remiten, respectivamente, a la identidad cambiante en «Ventanas para mirarse», y al motivo del doble que aparece en «Metas» o en «Algo más que un cross a la mandíbula», pieza que recuerda los textos de Neutral Corner, de Ignacio Aldecoa.
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Mandrini convoca a todos estos seres heterodoxos con el fin de que nos hablen al oído, en un tono cercano a la confesión, para transmitirnos una suma de revelaciones y alumbramientos, de confidencias. De ahí que sean criaturas que desean o dan cuenta de las ilusiones perdidas. Cabe señalar, en este sentido, la dedicatoria con que encabeza el libro: «A los sueños y las pesadillas de donde proviene casi toda la realidad». Su estilo narrativo está marcado por la revelación y el misterio, por una voz que no desdeña –cuando así lo requiere– el recurso del humor contenido.
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Resulta imposible detenerse en todas las piezas de mérito que aquí confluyen. De entre las 102 que componen el libro, destaco el micro de cierre, una declaración de intenciones, además de ser una poética. Lo transcribo entero por su interés. «Al Canon»: “Dejen que los poetas escriban la noche. / Dejen que los novelistas escriban la distancia. / Y dejen que nosotros, los de la breve y brevísima ficción, / escribamos el relámpago”. Sea.

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* Esta reseña ha sido publicada en el número doble de julio-agosto, 368-369, de la revista de literatura QuimeraLa ilustración es de Paula Bonet.
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jueves, 24 de julio de 2014

Ciento ochenta y siete

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Despertar con la razón al sueño. 
Despertar con razón al sueño. 
Razonar a pierna suelta.
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viernes, 18 de julio de 2014

miércoles, 16 de julio de 2014

sábado, 12 de julio de 2014

Ciento ochenta y cuatro

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¿Acaso no son siempre ficción 
los relatos que baraja nuestra memoria?
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sábado, 5 de julio de 2014

martes, 1 de julio de 2014

Ciento ochenta y dos

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La estupidez propia de creer ajena la estupidez: 
la enajenada estupidez propia.
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sábado, 28 de junio de 2014

Ciento ochenta y uno

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El disimulo es siempre la esquina más secreta (y expuesta), 
el paño donde enjugamos nuestros olvidos.
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jueves, 26 de junio de 2014

Tenebrario (Libro de las lamentaciones), de Francisco Silvera


Ceniza y polvo

Autor de varios libros a caballo entre el poema en prosa y el microrrelato, tiene en su haber una serie de volúmenes (Las apoteosis, Libro de las taxidermias, Libro de los humores, Libro del ensoñamiento y Álbum blanco), cuyas historias versan a veces sobre la muerte como destino incomprensible; así sucede en los cuatro primeros. El presente volumen se enmarca dentro de la tradición de las lamentaciones dispuestas conforme al abecedario hebreo. Aquí Silvera divide sus poemas en prosa en dieciséis episodios o pasos, en los que un narrador en segunda persona invoca a su hija muerta durante la noche de vela. Se trata, pues, de un lamento individual, aunque el conjunto quepa interpretarlo como una oración fúnebre. Respecto al título, debe considerarse que los tenebrarios son candelabros con un pie alto, si bien con quince velas, que se encienden en los oficios de tinieblas de Semana Santa.

El libro se vale de un crescendo dramático durante el cual el padre trata de encajar el golpe que supone recuperar, dos meses después, el cuerpo de su hija ahogada. «Nada es la muerte y nada la razón (…). Nada es lo humano», empieza diciendo. Frente a ese vacío, la verdad de sus restos mortales se impone rotunda. Desde el mismo arranque, pues, un sentimiento nihilista recorre el ánimo del padre. En el segundo texto se pregunta por el asesino, cuya presencia siente porque todo está oscuro («lo roza el aire como a ti, como a tu cuerpo podrido que miro flotar en esta ría velada de aceites»). Mientras la noche avanza, percibe que su hija está fuera de él y es la tarde y el pájaro, hasta sentirse en comunión con ella («yo sólo te miro como miraría un muerto a otro muerto»). E invoca al aire y la nada como en una letanía. Para terminar descubriendo que los muertos verdaderos son los otros, esa parentela presente que lo mira y murmura, todos esos extraños que lo compadecen sin entender; por el contrario, «qué daño me hace verte tan viva, tan linda hecha tarde». Y es tal la crudeza de su padecimiento, ese recrearse sin fin, que casi resulta irreverente («te quiero con la camiseta rota, comida, el diente quebrado y tus manos deformes, tus cuencas hinchadas, qué linda y yo qué tranquilo viéndote muerta sin remedio»).


Hacia la mitad del libro, el dolor se ha hecho insoportable, aunque siga sin poder llorar. Camino del tanatorio, el padre experimenta la revelación de su inmortalidad porque «nada puede matarme ya». Y la conmoción alcanza su cénit en el reconocimiento del cadáver, «—no eres tú—», repite sin descanso, cuando «la vida es un vacío entre dos nadas», como sabía Quevedo, «que se disuelve en el vendaval del tiempo». Por fin encuentra un respiro en la sala de espera, al pensar en los viejos, en su vejez, «no, hija, tú serás una niña para siempre y yo, tu padre», mientras prosiguen las revelaciones. El narrador se ha sentido culpable por no haber podido acompañarla durante su muerte, ni tampoco socorrerla o consolarla. Con la llegada del alba, se pregunta qué va a ser de su vida, pues no hay modo de seguir con esa certeza. El libro, de una intensidad perturbadora, concluye entonces de forma abrupta, dispuesto el narrador a no añadir palabra alguna.

Es este un volumen escrito desde el límite de la palabra o del dolor, desde la ausencia de sentido; con numerosas sinestesias e hipálages que barajan percepciones exteriores con sentires profundos para mejor dar fe. En sus páginas predomina el tono de confesión y el recogimiento de una voz que se dirige a su hija fallecida. Es probable que al lector le quede la sensación de haber asistido a su pensamiento desnudo, al soliloquio de un narrador que no duda en recurrir a un conjunto de imágenes lacerantes o al empleo de un lenguaje emocionado.



* Esta reseña ha aparecido en el número de junio, 367, de la revista Quimera. La ilustración es de Miquel Rof. 

domingo, 22 de junio de 2014

Soledad colmada

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El vacío está lleno de ausencias. 
Habitado por ellas,
percibo mi soledad colmada.
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jueves, 19 de junio de 2014

miércoles, 11 de junio de 2014

domingo, 8 de junio de 2014

jueves, 5 de junio de 2014

martes, 27 de mayo de 2014

domingo, 25 de mayo de 2014

Bulevar, de Javier Sáez de Ibarra


El fondo de la superficie

¿Puede escribirse una prosa narrativa sostenida en el puro argumento, sin aderezos, aparentemente desnuda; que huya “de la metáfora en todas sus manifestaciones”? Se trataría, en todo caso, de un ejercicio de contención, aun cuando el autor sepa que el poder asociativo de la palabra es la base misma de lo literario. Semejante propósito, desgranado en la «Defensa» que encabeza los dieciséis relatos de este libro, parece haber servido de estímulo a Javier Sáez de Ibarra: abordar unas historias al margen de los mecanismos retóricos propios de la ficción narrativa. ¿Pero es posible un lenguaje literario que sea sólo denotativo? Acaso un ejemplo extremo sea «Enciclopedia occidental», donde se limita a reproducir una lista de boda interminable en una escalada hacia el absurdo de efecto hilarante, en la que cada obsequio que se añade resulta más ridículo y prescindible que el anterior. Y, sin embargo, las distintas narraciones que desfilan por este muestrario lo hacen desde un lenguaje por momentos connotativo, capaz de ofrecernos un mosaico vivísimo del acontecer humano, no menos cotidiano en su peripecia, silencios y sobreentendidos, ni lacónico o fragmentario en sus finales abruptos, como si el cuento optara por replegarse tras haber esparcido su dosis oportuna de emoción.


En «Permiso», el primer relato, un operario va a recoger a una mujer a la que corteja y, anticipándose a la cita, la observa en su trabajo, agazapado. De hecho, la espía convirtiéndose en un intruso, momento en que el relato concluye. El cuento había arrancado poco antes con el protagonista desenvolviéndose en su faena, irrumpiendo esta vez en la esfera privada de su jefe, quien no duda en llamarle la atención. En manos del lector se deja, pues, la asociación de ambas escenas concatenadas, para que sea él mismo quien saque conclusiones. Este procedimiento de mostrar sin inmiscuirse apenas está presente en varios relatos, en la estela de Cheever o Carver. Así, en «El señor Remáser», por ejemplo, donde dos hombres comparten habitación en un hospital sin que, aparentemente, suceda nada extraño. Cristóbal recibe las visitas y atenciones de sus familiares y amigos; en cambio, Esteban, solo y abatido, parece dispuesto a morir mientras escucha música gospel por todo consuelo. Nada más se cuenta, ni falta que hace. Pero quizás el relato que yo prefiera sea «La reina», con la batalla que entablan un padre y su hijo a lo largo de una serie de jugadas de ajedrez; interrumpidas de golpe por la boda del joven a la que el padre no acude, pues «si la Reina es la pieza más valiosa (…), no importa lo que hagas con ella. Gana el Rey que se mantiene en pie hasta el final». Mientras que en «Sacar al perro», la relación de una chica con el chucho que lleva a pasear condiciona, a su vez, la evolución de la que inicia con su amante. Otro de los cuentos que prefiero es «Fuerza», un ejemplo de contención narrativa donde lo que se silencia pesa más que lo relatado. O «Termina primero», en que la ausencia de culpa empuja a unos chicos inconscientes a poner en la picota al profesor, que será quien aparezca como único responsable, con el beneplácito del director de la escuela.

Además, Javier Sáez de Ibarra lleva a cabo una serie de experimentos formales de otro orden en varios cuentos. No sólo construye y deconstruye el armazón del volumen barajando sus partes y explicitando ampliaciones posteriores, sino que varios de ellos son tanteos en sentido estricto: así ocurre en «Manda aquí», donde la forma condiciona el contenido, tal como desvelan las notas a pie de página; en «Una historia reciente», un ready made capaz de otorgar nuevos sentidos a la re-contextualización de las páginas de un libro de texto, o en «Actividades de refuerzo», tan vinculados los dos últimos, junto al relato de cierre, con su trabajo de profesor. «Bulevar», el cuento que da nombre al volumen, podría leerse como una poética en la que, frente a lo que pudiera parecer, Marcos ha aprendido a escribir de forma velada, a ser él mismo misterioso. En resumidas cuentas, el experimento que se plantea el autor resulta sugerente en conjunto, si bien no siempre se cumple a rajatabla las premisas de que parte.

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* Esta reseña ha aparecido en la revista Quimera, número 366, correspondiente al mes de mayo del 2014. El dibujo de la cubierta es de Susana Pozo.
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sábado, 24 de mayo de 2014

miércoles, 21 de mayo de 2014

Ciento setenta y cuatro

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Por fortuna, a los humillados siempre 
les quedan arrestos para levantarse.
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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.


Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"