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Un nuevo
plato vacío en la mesa
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«La muerte de mi madre resucitó la de mi abuelo paterno», leemos hacia la mitad de la novela en boca de su narradora protagonista, quien en esta ocasión coincide con la autora. A lo largo de estas páginas, Gabriela Ybarra se propone esclarecer y comprender el pasado inmediato, mientras indaga en la tragedia que supuso para su familia la muerte del abuelo a manos de ETA. Y ello sin rehuir la reconstrucción, a veces ficticia, de los hechos, habida cuenta de que en ocasiones precisa echar mano de la imaginación para rellenar ciertos huecos de la historia.
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Nieta de Javier de Ybarra, el empresario vasco asesinado en 1977, seis años antes de que la autora naciera, presidente de El Correo y de El Diario Vasco, miembro de la Real Academia de la Historia, alcalde de Bilbao y diputado por Vizcaya, Gabriela Ybarra nos relata en esta novela testimonial el proceso de duelo que se inicia con la inesperada muerte de su madre por un cáncer en el 2011, momento en que se produce en ella un estallido que le hace mirar hacia atrás para comprender mejor su pasado, tan vinculado con el de su familia y con la deriva de una sociedad que se revelará, retrospectivamente, fanatizada y enferma. No en vano, a raíz de la muerte del abuelo, a los Ybarra no les queda más remedio que abandonar el País Vasco, trasladándose en 1995 a vivir a Madrid, tras recibir el padre de la escritora amenazas de muerte y algún paquete sospechoso, cansado de sufrir por la seguridad de los suyos y de tener que moverse por la ciudad con escolta.
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La novela no sólo cuenta, con una distancia admirable, diversos hechos con sus inevitables dosis de horror cotidiano, sino que lo hace sin dar muestras de rencor alguno en su relato, cuando éste habría resultado más que justificado; y, ya no digamos, sin asomo de odio. Como si, para que ello pudiera cumplirse, hubiera sido preciso que Gabriela y sus hermanas fueran apartadas por sus mayores de semejante entorno embrutecedor, del ambiente opresivo y estrecho de miras de aquella sociedad enfermiza. De igual modo, la autora no llega a conocer lo ocurrido plenamente hasta que empieza a dejar atrás la infancia y a indagar por sí misma en los sucesos del pasado, muchos años después de enterarse un día en el colegio, por casualidad, de que su abuelo, con quien tanto parecido físico y moral comparte, había sido asesinado.
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Así las cosas, armada de valor o de resignación ante la muerte anunciada de su madre, la autora parece encontrar a través de la escritura de esta novela el medio o el momento propicio o, incluso, las fuerzas necesarias para poder adentrarse tanto en la historia de su familia como en la suya propia, habida cuenta de que toda la novela rezuma una amplitud de miras y una dignidad fuera de lo común, consoladora y, casi me atrevería a decir, cargada de esperanza. Después de un pequeño prólogo en donde expresa su intención de contar lo mejor posible su experiencia vivida, la novela se adentra en la reconstrucción del asesinato de su abuelo en la primera parte, mientras que en la segunda aborda la lenta muerte de su madre acontecida en el pasado reciente, para rescatar, hacia el final, impresiones y recuerdos de ambas experiencias en un presente por fin recuperado.
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Escrita con una prosa limpia y directa, desde una nobleza ejercida a conciencia que no rehúsa llamar a las cosas por su nombre, importan no tanto los detalles relatados o los datos referidos, cuanto las impresiones que causan esos mismos sucesos en la narradora protagonista y, por añadidura, en todos nosotros (en la tradición de obras anteriores de, por ejemplo, Raúl Guerra Garrido o Fernando Aramburu), en un viaje introspectivo que no parece buscar otro fin que armarse de valor para ingresar al cabo por la puerta grande en la edad adulta; un viaje del que su protagonista sale a todas luces reforzada, tal y como les ocurre también a los lectores.
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* Esta reseña ha salido publicda en la revista Quimera, núm. 391, correspondiente al mes de junio.
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