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Dejar de escuchar
el ruido insolente de la ciudad, con sus palomas airadas de vuelo rasante y
gestos de rapiña, mientras contemplo un horizonte despejado; y me deslumbro
ante su piel joven, capaz de absorber el sol entero de la tarde; acaso con la
certeza despreocupada de que la observo a pocos metros de distancia, rendido a
su calor, sin poder evitar no obstante que las piernas me tiemblen.