lunes, 14 de mayo de 2012

Los cinco viejitos

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El de la gabardina beige, el más alto de todos, me ha sonreído en el instante en que me colaba en el ascensor cuando las puertas empezaban a cerrarse. Ninguno de los ancianos cumplía ochenta años. Me ha hecho gracia que la casualidad nos hiciera descender a todos en la misma estación. Un par de horas antes, arrellanado en la butaca del cine, había visto desfilar ante mí sus figuras encorvadas. Los paseaba una mujer de piel dorada y pelo azabache. «Blancanieves y los cinco viejitos», me he dicho en el momento en que comenzaba la película. El más anciano rondaría los noventa, y aunque caminaba apoyándose en el brazo de la chica, conservaba la coquetería de no usar bastón y lucir una melena de plata. La pareja que lo seguía avanzaba erguida, a paso ágil: junto al caballero de la gabardina beige y andares distinguidos, un viejo cabal se había erigido en pastor del rebaño, ocupado como estaba en reunirlos a todos bajo su regazo. Al terminar la película, hemos coincidido de nuevo en el vagón. Pese a mis zancadas firmes, yo había perdido el metro de forma inesperada. El último tren ha circulado, sin embargo, con el traqueteo de los deseos cumplidos. Cuando salía del ascensor me he sumado a la feliz comitiva.
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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.


Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"