viernes, 6 de febrero de 2009

Azul

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Cada mañana la dejaba en aquel puestecito de la calle estrecha, con un atuendo distinto, recostada en el banco de siempre. Que no tuviera manos ni piernas, que fuera apenas un torso vestido, unos brazos sin terminar, no parecía importarle lo más mínimo. Él la cubría siempre con esmero y pudor, de ahí que la gente le preguntase a menudo por sus ropas. A ella todo le sentaba bien.
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A partir de septiembre, con la llegada del frío, empezó a ponerle alrededor del cuello un pañuelo de color, cada pocos días uno distinto. No siempre conseguía sentarse un rato a su lado, pero si podía, lo hacía. Por entonces, algunos empezaron a murmurar. Yo también. Hasta que me armé de valor y se lo dije. Por toda respuesta, él repuso que si aquello de que le acusaban era capaz de ser tan azul como el pañuelo que lucía ella ese día, tal vez fuera cierto. Ya de regreso a casa, me convencí de que debía de serlo, más allá del absurdo incluso; mi amigo no es de los que mienten.
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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.


Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"