miércoles, 26 de noviembre de 2014

La trabajadora, de Elvira Navarro


Incertidumbres 

Resulta revelador, ante todo, que la autora haya optado por titular su novela de manera sencilla, convirtiendo a su protagonista en una trabajadora, lo que cabría interpretar como un empeño por abordar literariamente los problemas que acucian hoy a un segmento importante de los españoles. Y, sin embargo, en sus páginas se aleja del ejercicio de realismo chato propio del pasado socialrealismo de los 50 y primeros 60 para acercarse a otro frenético y desquiciante, plagado de remisiones y señales de valor simbólico. Así, por ejemplo, el Madrid periférico que se nos presenta mientras la narradora recorre las calles empobrecidas, respondería a ese empeño por mostrar a unas gentes condenadas a la precariedad laboral, al margen de su edad y formación, abandonadas a su suerte por políticos y empresarios, pues en esa situación se hallan las dos protagonistas de esta novela.
       
Elisa reside en un barrio modesto de Madrid pero para poder llegar a fin de mes, decide alquilar una habitación de su casa a Susana, de 44 años. Como si vislumbrara en ella una proyección futura de sí misma, pronto veremos que la joven siente una mezcla de rechazo y cautela hacia su inquilina: una mujer que trabaja de teleoperadora, con un pasado inestable de brotes esquizoides y un tratamiento superado a base de una fuerte medicación, quien además se dedica a armar unos inquietantes collages de los diversos barrios de Madrid, lo que fascinará desde el principio a la narradora. Por su parte, Elisa ha obtenido una licenciatura y publicado una novela y varios artículos, aunque se pasa entre ocho y diez horas diarias frente al ordenador sin que la editorial para la que trabaja le pague regularmente. De modo que a sus 27 años se siente estafada y agotada, y ha empezado a sufrir ataques de pánico que la conducen a medicarse y tener que visitar a un psiquiatra. De ahí la sensación creciente de que su inquilina sea una especie de reflejo deformado de la persona en quien podría convertirse si no controla su ansiedad.

        
       

La novela, dividida en tres partes, arranca con el delirio protagonizado por Susana, que Elisa transcribe, por el que el lector empieza a adentrarse en una atmósfera de asfixia y enajenación; más cercana al ensueño o incluso a la distorsión circundante propia de la enfermedad y la ingestión de pastillas, que de la realidad objetiva. Pero, sobre todo, nos sirve para conocer la situación sufrida por Susana diecisiete años atrás, cuando contaba la edad de Elisa, hasta el punto de que la narradora protagonista releerá varias veces la historia de su inquilina buscando encontrar pistas de su estado actual; como si el relato de Susana albergara su curación futura en una concepción de la narrativa como tratamiento terapéutico.
        
Tras estos mimbres delirantes de la primera parte, en la segunda se fragua la relación entre ambas. La novela dosifica bien esa mutación recíproca. A medida que Susana despliega un comportamiento cada vez más equilibrado, Elisa se muestra más desquiciada. O por decirlo en otras palabras: mientras que la nueva inquilina trata de realizarse a través de sus collages, una vez asumida la modestia de su empleo, Elisa se ve condenada a trabajar a destajo, sin satisfacción alguna, ni siquiera monetaria; reduciéndose su vínculo con el exterior a las horas que navega por Internet, a los paseos por la periferia de Madrid y a su relación con Germán y Carmentxu, la persona que la emplea y explota a un tiempo. Y aunque todos estos desequilibrios irán aumentando la desazón de la narradora, la parte final del relato alberga no pocas esperanzas, cargadas sin embargo de cierta resignación más o menos inevitable.

Elvira Navarro ha escrito una novela comprometida con el presente; para lo cual no ha dudado en echar mano de un realismo de tintes a veces esperpénticos, destinado a reflejar con fidelidad el desasosiego y la incertidumbre de un número creciente de jóvenes; quienes, a pesar de su preparación, no encuentran el modo de ganarse la vida, al chocar con un sistema que los ha proletarizado. La novela, como ocurre en este caso, se erige en una herramienta lúcida capaz de mostrar los diversos matices de esa injusta precariedad.
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* Esta reseña ha aparecido en el número 372 de la revista 
Quimera, correspondiente al mes de noviembre. La cubierta es de Susana Pozo.
       
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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.


Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"