Ceniza y polvo
Autor
de varios libros a caballo entre el poema en prosa y el microrrelato, tiene en
su haber una serie de volúmenes (Las apoteosis, Libro de las
taxidermias, Libro de los humores,
Libro del ensoñamiento y Álbum blanco), cuyas historias versan a
veces sobre la muerte como destino incomprensible; así sucede en los cuatro
primeros. El presente volumen se enmarca dentro de la tradición de las
lamentaciones dispuestas conforme al abecedario hebreo. Aquí Silvera divide
sus poemas en prosa en dieciséis episodios o pasos, en los que un narrador en segunda
persona invoca a su hija muerta durante la noche de vela. Se trata, pues, de un
lamento individual, aunque el conjunto quepa interpretarlo como una oración
fúnebre. Respecto al título, debe considerarse que los tenebrarios son candelabros
con un pie alto, si bien con quince velas, que se encienden en los oficios de
tinieblas de Semana Santa.
El libro se vale de un
crescendo dramático durante el cual el padre trata de encajar el golpe que
supone recuperar, dos meses después, el cuerpo de su hija ahogada. «Nada es la
muerte y nada la razón (…). Nada es lo humano», empieza diciendo. Frente a ese
vacío, la verdad de sus restos mortales se impone rotunda. Desde el mismo
arranque, pues, un sentimiento nihilista recorre el ánimo del padre. En el
segundo texto se pregunta por el asesino, cuya presencia siente porque todo
está oscuro («lo roza el aire como a ti, como a tu cuerpo podrido que miro
flotar en esta ría velada de aceites»). Mientras la noche avanza, percibe que
su hija está fuera de él y es la tarde y el pájaro, hasta sentirse en comunión
con ella («yo sólo te miro como miraría un muerto a otro muerto»). E invoca al
aire y la nada como en una letanía. Para terminar descubriendo que los muertos
verdaderos son los otros, esa parentela presente que lo mira y murmura, todos
esos extraños que lo compadecen sin entender; por el contrario, «qué daño me hace
verte tan viva, tan linda hecha tarde». Y es tal la crudeza de su padecimiento,
ese recrearse sin fin, que casi resulta irreverente («te quiero con la camiseta
rota, comida, el diente quebrado y tus manos deformes, tus cuencas hinchadas,
qué linda y yo qué tranquilo viéndote muerta sin remedio»).
Hacia
la mitad del libro, el dolor se ha hecho insoportable, aunque siga sin poder llorar.
Camino del tanatorio, el padre experimenta la revelación de su inmortalidad
porque «nada puede matarme ya». Y la conmoción alcanza su cénit en el
reconocimiento del cadáver, «—no eres tú—», repite sin descanso, cuando «la
vida es un vacío entre dos nadas», como sabía Quevedo, «que se disuelve en el
vendaval del tiempo». Por fin encuentra un respiro en la sala de espera, al
pensar en los viejos, en su vejez, «no, hija, tú serás una niña para siempre y
yo, tu padre», mientras prosiguen las revelaciones. El narrador se ha sentido
culpable por no haber podido acompañarla durante su muerte, ni tampoco socorrerla
o consolarla. Con la llegada del alba, se pregunta qué va a ser de su vida, pues
no hay modo de seguir con esa certeza. El libro, de una intensidad
perturbadora, concluye entonces de forma abrupta, dispuesto el narrador a no
añadir palabra alguna.
Es
este un volumen escrito desde el límite de la palabra o del dolor, desde la
ausencia de sentido; con numerosas sinestesias e hipálages que barajan percepciones
exteriores con sentires profundos para mejor dar fe. En sus páginas predomina el
tono de confesión y el recogimiento de una voz que se dirige a su hija
fallecida. Es probable que al lector le quede la sensación de haber asistido a
su pensamiento desnudo, al soliloquio de un narrador que no duda en recurrir a un
conjunto de imágenes lacerantes o al empleo de un lenguaje emocionado.
* Esta reseña ha aparecido en el número de junio, 367, de la revista Quimera. La ilustración es de Miquel Rof.