En
busca siempre
El
denominador común de los dieciocho relatos que recoge la autora en este segundo
libro es ir en busca del tiempo perdido, a la manera de Proust, de la esencia
esquiva de las cosas, de su sentido profundo. Tras un primer volumen de gran
calidad, El otro fuego, Inés Mendoza divide
la presente colección de cuentos y microrrelatos en tres partes de título
enigmático, ordenándolos de tal forma que parece como si fueran cediéndose el
paso los unos a los otros. El tiempo, la amistad y la fragilidad de la vida son
sus temas.
El
primer cuento es de una belleza rotunda. De factura simbolista, «Nostalgia del
velero» se titula, narra con lenguaje erótico la afrenta que padece una embarcación
tras ser trasladada al jardín de unos amigos como mero objeto decorativo;
perdiendo así no sólo los atributos propios de su naturaleza, sino también su
dignidad; lo que aquí podría valer por cualquier usurpación que hombres,
objetos y espacios padecen a diario de continuo; sin importarles a los
usurpadores que con ello se desnaturalice su papel, sentido y función. El
cuento vendría a ser un lamento ante la pérdida anunciada del valor de las
cosas, si bien el mismo bajel confía en una posibilidad de redención. Este relato
prólogo da buena cuenta del tono general que recorre el libro, a vueltas
misterioso y enigmático, casi siempre onírico, con la salvedad del último texto,
«Todo lo sólido», de factura más explícita en mi opinión. ¿Apunta, acaso, un
nuevo camino en su trayectoria narrativa?
«Despedida»,
el primer microrrelato, es un canto a la amistad y a la felicidad voluble que esta
conlleva de forma inevitable, cuando termina por abandonarnos. La pieza parece
guardar relación con los relatos «En el faro» y, de nuevo, con «Todo lo
sólido»: mientras en el primero se narra la amistad íntima de dos mujeres, en
el segundo los tres amigos acaban compartiendo una relación que va más allá y con
la que acaso no contaban. Por el contrario, en «Hopperiana» Mendoza nos muestra
el suicidio de una sombra en medio de una ciudad incomprensible, a la que el
narrador ha llegado sin recordar por qué;
si bien acaba descubriendo que gracias a su mirada extranjera, las cosas “dejan
de ser persianas, ventanas o cornisas para resucitar en formas puras”. Se trata
de la ciudad misteriosa y vanguardista por excelencia, una Nueva York en la que
el tiempo se ha detenido, acercando el cuento a la estampa poética. No en vano,
lo único que fluye en él es la voz de la conciencia del narrador, quien, indeciso
como la sombra que observa deslizarse en la fachada opuesta, se interroga por
el motivo de su viaje, como si él mismo acabara de nacer.
El
micro que le sigue, «Deconstrucción de la marquesa», cuestiona, con buenas
dosis de ironía, el cultivo de una estética realista que no se atreva a
contravenir siquiera “la materialidad de su propio cuerpo”; mientras que
«Correspondencias», de apenas tres líneas de extensión, utiliza la elipsis de
forma radical, acaso el ingrediente más difícil en la escritura de
microrrelatos, epítome del misterio que estas piezas contienen. «Petite place
de gare» me ha parecido la decantación misma de la obra pictórica (y no menos
narrativa) de Paul Delvaux, también belga como esta historia que transcurre de
noche en una estación semiabandonada. Aunque haya en su desarrollo un guiño a
la sombra del cuento «Hopperiana», me ha gustado especialmente la elección de
un lenguaje plagado de imágenes surrealistas y deslumbrantes, al servicio de un
misterio que nunca se agota, con ecos de las leyendas de Bécquer. Todo el
relato está ordenado a partir de la sucesión de una serie de escenas de suma teatralidad,
de ahí la importancia de los escenarios y de los objetos que en él intervienen.
«Mohr,
la que huye de la luz», por su parte, parece escrito en un lenguaje más
depurado; a medio camino entre Julio Cortázar y ─digamos─ Ángel Zapata. He
creído ver aquí un homenaje velado a los habitantes de Venezuela; un país de
gentes luminosas cuyas vidas han de soportar, no obstante, los embates de una
política desestabilizadora; resignadas ─cuando no condenadas─ a un destino poblado
de tinieblas que deben encajar con la mejor disposición. «Epifanía del enemigo»,
de lenguaje onírico y simbolista, bellísimo, es un himno a ese reverso de la
amistad en que se convierte a menudo el amor. Mientras que «Disolución de los
mapas» parece servir de pórtico, un vez más, al cuento que le sigue, «Las
ciudades perdidas», el cual enlaza, en su evocación poética, con «Petite place
de gare», pero también con «Hopperiana» y, acaso, con la rosa-ciudad que
protagoniza «Estado de sitio», donde asistimos a un canto a la belleza como
campo de batalla.
En «Arcontes», precisamente, un sabio anciano recluido en su
torre, que siempre había soñado con sumergirse “en el fondo del caos”, observa
la llegada del Armagedón. Se trata de un relato a favor del misterio y el caos
primigenio (anticipado en «Las invasiones»), y contra la presunta razón que nos
gobierna desde el llamado Siglo de las Luces, responsable de haber tasado y
constreñido el transcurso y la sustancia de las horas. En la tercera parte, el
microrrelato «Umbral» franquea, de nuevo, el paso del lector a la siguiente narración,
«Naturaleza muerta», protagonizado por un amasijo de restos en aparente
confusión aunque con un mismo destino. En él apreciamos cómo Inés Mendoza
evoluciona de un simbolismo poético hacia un expresionismo de cariz existencialista
que me parece que logrará captar el interés de los lectores, tal y como ha
conseguido interesarme a mí.
* Esta reseña ha aparecido, en su versión reducida, en el número 413 correspondiente al mes de mayo del 2018 de la revista literaria Quimera.