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Las traiciones se reconocen en el perfume distinguido con que vienen envueltas.
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miércoles, 29 de octubre de 2014
lunes, 27 de octubre de 2014
domingo, 26 de octubre de 2014
Autopsia, de Miguel Serrano Larraz
Penitencia
Barajando
realidad y ficción, el narrador protagonista de esta novela, un personaje
llamado Miguel como el autor, decide bucear en las turbulentas aguas de la
conciencia para dar fe de sus remordimientos e intentar expiar sus culpas. Convertido
en padre de familia, con una niña a su cargo, cree llegado el momento de revisar
su infancia y primera juventud, apoyándose en el trauma que supuso recibir una
paliza de un grupo de skinheads. Pero
sobre todo se propone examinar, como si de una autopsia se tratara, los días en que acosaba en la escuela a una
compañera; un pasado vergonzoso que no ha conseguido olvidar, y en cuyas oscuras
motivaciones se obstina en hurgar una y otra vez.
Dividida en dos partes extensas,
al final de la primera, titulada «Nombrar», reconoce que con su escritura ha
buscado redimirse, “pedir perdón”, “ser capaz de mirar a mi hijo a la cara (de
comprender, en realidad). Una forma, también, de disculparme por mi libro anterior”,
en donde ajustaba cuentas a una antigua novia de manera gratuita. Y aunque el
protagonista parta de que la escritura es una forma de ficción, insiste en su propósito
de no inventar nada. Al respecto, las citas de Thomas Mann y de Ray Bradbury que
encabezan el libro remitirían a este débil enmascaramiento que supone decir casi
toda la verdad. En suma, mientras los hechos referidos podrían ser verificados por
el entorno del escritor, los personajes que desfilan por estas páginas no se
corresponden exactamente con los reales, ni tampoco comparten sus nombres.
Así las cosas, no habría
que confundir al narrador con el autor, a pesar de compartir ambos algunos
datos biográficos; reducido aquí a un personaje dentro de esta farsa que acostumbra
a ser la vida convertida en ficción, en mero recurso para retener la atención de
los lectores, a la manera de los reality
show. Esta técnica consistente en echar al protagonista a los leones le
sirve al autor, en tanto rememora aquellos años, para parodiar programas de
telebasura como Crónicas marcianas,
de Sardà, el cual encandiló durante los 90 a buena parte de la audiencia: una
especie de facebook en antena avant la lettre,
precursora de los lodos y despellejamientos actuales. Junto a esta encarnadura,
el libro cuenta además las andanzas del joven Miguel por los bares de moda de
entonces, cuando se obstinaba en ir a su aire y se emborrachaba con sus amigos
Mensajero y Hans Castorp (nombre de uno de los protagonistas de La montaña
mágica), un dj que morirá joven,
como a veces les ocurre a los grandes mitos. O bien su descenso social desde la
clase media acomodada de la que procede, con el abandono del barrio de sus
padres. En definitiva, si la vida del personaje se nos presenta como un reality show es con el objeto de que sea
el juicio crítico del lector el que lo consuma y digiera a su antojo, el responsable
de juzgarlo si lo cree oportuno. En este sentido, tenemos la impresión de que el
narrador está deseando que lo condenen a galeras.
A lo largo de la segunda
parte, titulada «El proceso», vemos amplificado ese hurgar del narrador en la
herida de una culpa que no deja de supurar, y que acaso, intuye espantado,
jamás cicatrice. Porque, a decir verdad, este Sísifo que es Miguel escribe
también para hacerse perdonar por quien sólo podría hacerlo. De modo que cabría
interpretar la novela como una carta dirigida a aquella niña que fue su
víctima; de quien el narrador no ha vuelto a saber nada y a la que desea que le
haya ido bien la vida, lejos de los acosadores pasados y de futuros predadores.
No en vano, apunta el protagonista: “Este libro es una confesión, pero también
lleva en sí el germen de la penitencia. En este caso, quien cuenta su fuego
también arde”.
Escrito con propósito de
enmienda, el fracaso de la novela supondría seguramente un castigo apropiado,
aunque el narrador nos dice que preferiría que cosechara cierto éxito, poder sacar
a la luz todas las miserias y la suciedad acumuladas, reducirlo a la vergüenza
más absoluta, pues no otra cosa cree merecer. Escrito, en fin, en un lenguaje
diáfano, de impronta locuaz, es probable que el lector se vea arrastrado desde
el principio por la confesión de este personaje peregrino, a caballo entre la
fotografía de una época todavía cercana y el autorretrato feroz.
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* Esta reseña ha aparecido en el número 371 de la revista Quimera, correspondiente al mes de octubre. La cubierta es de Miquel Rof.
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lunes, 20 de octubre de 2014
Doscientos doce
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En el principio era el verbo, y el verbo alumbraba las cosas. Luego fue el hombre a su imagen y semejanza, y el verbo se descarnó.
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miércoles, 15 de octubre de 2014
lunes, 13 de octubre de 2014
domingo, 12 de octubre de 2014
sábado, 11 de octubre de 2014
viernes, 10 de octubre de 2014
jueves, 9 de octubre de 2014
domingo, 31 de agosto de 2014
sábado, 30 de agosto de 2014
martes, 26 de agosto de 2014
sábado, 23 de agosto de 2014
viernes, 22 de agosto de 2014
jueves, 21 de agosto de 2014
miércoles, 20 de agosto de 2014
lunes, 18 de agosto de 2014
Ciento noventa y ocho
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Tomar conciencia anticipada de cuanto
se nos viene encima pese a ignorarlo.
Estar despiertos.
..viernes, 15 de agosto de 2014
martes, 12 de agosto de 2014
lunes, 11 de agosto de 2014
domingo, 10 de agosto de 2014
sábado, 9 de agosto de 2014
lunes, 4 de agosto de 2014
viernes, 1 de agosto de 2014
jueves, 31 de julio de 2014
Ciento noventa
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El desprecio es a menudo desconocimiento;
exhibir una ignorancia que ha dejado de saberse despreciable.
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miércoles, 30 de julio de 2014
Ciento ochenta y nueve
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Nostalgia por una impresión de futuro duradera y firme.
Dícese, en su forma derivada, de quienes no cejan.
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lunes, 28 de julio de 2014
viernes, 25 de julio de 2014
Las otras criaturas, de Eugenio Mandrini
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Criaturas abis(m)ales
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Si las criaturas a las que alude el título son otras es porque acostumbran a pasar desapercibidas; envueltos como estamos en el fragor de la actualidad, habituados a no prestarles la atención que merecerían. Tras haber cultivado la poesía y antologado a los letristas del tango, el escritor argentino ha reunido en su segundo libro de microrrelatos a esas otras criaturas para dar cuenta de su singularidad, y mostrarnos sus hazañas. Recuérdese, además, que su anterior libro de narrativa brevísima se titulaba Criaturas de los bosques de papel.
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Varios son los seres que aparecen de forma recurrente en estas piezas de factura concentrada y aliento poético, transidos de memoria y estupor: ángeles desahuciados («Breve historia del fin de los ángeles», «Ocio en otoño», «Niños II»), ciegos visionarios («Parpadeos», «Los expulsados» o «Prueba de vuelo»), chiquillos que tiemblan de abandono (en la serie de «Niños») y miedo (en «Primeros goteos de la desilusión»), junto con toda clase de pájaros cautivos, como ocurre en «Canto quemado», texto que rezuma sensualidad y contención; mientras que «Ese pájaro» propondría un acercamiento humorístico al motivo del ave como trasunto del artista.
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Todos ellos son convocados por Mandrini para que desgranen su historia, bien en boca de un narrador en tercera persona bien en primera, y ponernos sobre aviso. Tal como sucedía en las fábulas de Augusto Monterroso, la posible moraleja o enseñanza que pudiera haber en Mandrini se halla hábilmente disuelta en el texto, implícita, sin que ambos escritores compartan mayores semejanzas. No en balde los rasgos predominantes en los microrrelatos de nuestro autor no son la ironía y el ingenio del escritor guatemalteco, sino más bien el tono marcadamente poético de sus piezas, alejado del narrativo común en este género, llegando a emparentarse por su temática sentimental y tono extasiado con los microrrelatos y poemas en prosa de Juan Ramón Jiménez.
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Las transformaciones que se narran guardan estrecha relación con los procesos subjetivos que experimentan los diversos personajes, ya sean animales o personas ya fenómenos físicos o fantásticos, tales como el espejismo del desierto, o las figuras del fantasma y el inmortal. Aparte de la nostalgia por el paraíso perdido, otras veces el sentimiento de amenaza o de violencia contenida se erige en variante de dicho motivo: así sucede en «Mamut en la noche inmensa», un microrrelato con la función de prólogo donde la alucinación de lo temible perdura en el personaje tras haberse arrancado los ojos. De igual modo asoman en sus páginas las figuraciones de la Muerte y el Tiempo, y el “dulce animal amargo” del Amor, que suele mediar entre ambos; lo vemos en «Del amor invencible» o en «Del amor y la muerte». A menudo adquieren protagonismo personajes tan etéreos o abstractos, tan fantasmales, como el espejismo que aparece personificado en «No todo es desierto en el desierto», o el reflejo y la sombra, que remiten, respectivamente, a la identidad cambiante en «Ventanas para mirarse», y al motivo del doble que aparece en «Metas» o en «Algo más que un cross a la mandíbula», pieza que recuerda los textos de Neutral Corner, de Ignacio Aldecoa.
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Mandrini convoca a todos estos seres heterodoxos con el fin de que nos hablen al oído, en un tono cercano a la confesión, para transmitirnos una suma de revelaciones y alumbramientos, de confidencias. De ahí que sean criaturas que desean o dan cuenta de las ilusiones perdidas. Cabe señalar, en este sentido, la dedicatoria con que encabeza el libro: «A los sueños y las pesadillas de donde proviene casi toda la realidad». Su estilo narrativo está marcado por la revelación y el misterio, por una voz que no desdeña –cuando así lo requiere– el recurso del humor contenido.
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Resulta imposible detenerse en todas las piezas de mérito que aquí confluyen. De entre las 102 que componen el libro, destaco el micro de cierre, una declaración de intenciones, además de ser una poética. Lo transcribo entero por su interés. «Al Canon»: “Dejen que los poetas escriban la noche. / Dejen que los novelistas escriban la distancia. / Y dejen que nosotros, los de la breve y brevísima ficción, / escribamos el relámpago”. Sea.
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* Esta reseña ha sido publicada en el número doble de julio-agosto, 368-369, de la revista de literatura Quimera. La ilustración es de Paula Bonet.
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jueves, 24 de julio de 2014
viernes, 18 de julio de 2014
miércoles, 16 de julio de 2014
sábado, 12 de julio de 2014
sábado, 5 de julio de 2014
martes, 1 de julio de 2014
sábado, 28 de junio de 2014
Ciento ochenta y uno
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El disimulo es siempre la esquina más secreta (y expuesta),
el paño donde enjugamos nuestros olvidos.
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jueves, 26 de junio de 2014
Tenebrario (Libro de las lamentaciones), de Francisco Silvera
Ceniza y polvo
Autor
de varios libros a caballo entre el poema en prosa y el microrrelato, tiene en
su haber una serie de volúmenes (Las apoteosis, Libro de las
taxidermias, Libro de los humores,
Libro del ensoñamiento y Álbum blanco), cuyas historias versan a
veces sobre la muerte como destino incomprensible; así sucede en los cuatro
primeros. El presente volumen se enmarca dentro de la tradición de las
lamentaciones dispuestas conforme al abecedario hebreo. Aquí Silvera divide
sus poemas en prosa en dieciséis episodios o pasos, en los que un narrador en segunda
persona invoca a su hija muerta durante la noche de vela. Se trata, pues, de un
lamento individual, aunque el conjunto quepa interpretarlo como una oración
fúnebre. Respecto al título, debe considerarse que los tenebrarios son candelabros
con un pie alto, si bien con quince velas, que se encienden en los oficios de
tinieblas de Semana Santa.
El libro se vale de un
crescendo dramático durante el cual el padre trata de encajar el golpe que
supone recuperar, dos meses después, el cuerpo de su hija ahogada. «Nada es la
muerte y nada la razón (…). Nada es lo humano», empieza diciendo. Frente a ese
vacío, la verdad de sus restos mortales se impone rotunda. Desde el mismo
arranque, pues, un sentimiento nihilista recorre el ánimo del padre. En el
segundo texto se pregunta por el asesino, cuya presencia siente porque todo
está oscuro («lo roza el aire como a ti, como a tu cuerpo podrido que miro
flotar en esta ría velada de aceites»). Mientras la noche avanza, percibe que
su hija está fuera de él y es la tarde y el pájaro, hasta sentirse en comunión
con ella («yo sólo te miro como miraría un muerto a otro muerto»). E invoca al
aire y la nada como en una letanía. Para terminar descubriendo que los muertos
verdaderos son los otros, esa parentela presente que lo mira y murmura, todos
esos extraños que lo compadecen sin entender; por el contrario, «qué daño me hace
verte tan viva, tan linda hecha tarde». Y es tal la crudeza de su padecimiento,
ese recrearse sin fin, que casi resulta irreverente («te quiero con la camiseta
rota, comida, el diente quebrado y tus manos deformes, tus cuencas hinchadas,
qué linda y yo qué tranquilo viéndote muerta sin remedio»).
Hacia
la mitad del libro, el dolor se ha hecho insoportable, aunque siga sin poder llorar.
Camino del tanatorio, el padre experimenta la revelación de su inmortalidad
porque «nada puede matarme ya». Y la conmoción alcanza su cénit en el
reconocimiento del cadáver, «—no eres tú—», repite sin descanso, cuando «la
vida es un vacío entre dos nadas», como sabía Quevedo, «que se disuelve en el
vendaval del tiempo». Por fin encuentra un respiro en la sala de espera, al
pensar en los viejos, en su vejez, «no, hija, tú serás una niña para siempre y
yo, tu padre», mientras prosiguen las revelaciones. El narrador se ha sentido
culpable por no haber podido acompañarla durante su muerte, ni tampoco socorrerla
o consolarla. Con la llegada del alba, se pregunta qué va a ser de su vida, pues
no hay modo de seguir con esa certeza. El libro, de una intensidad
perturbadora, concluye entonces de forma abrupta, dispuesto el narrador a no
añadir palabra alguna.
Es
este un volumen escrito desde el límite de la palabra o del dolor, desde la
ausencia de sentido; con numerosas sinestesias e hipálages que barajan percepciones
exteriores con sentires profundos para mejor dar fe. En sus páginas predomina el
tono de confesión y el recogimiento de una voz que se dirige a su hija
fallecida. Es probable que al lector le quede la sensación de haber asistido a
su pensamiento desnudo, al soliloquio de un narrador que no duda en recurrir a un
conjunto de imágenes lacerantes o al empleo de un lenguaje emocionado.
* Esta reseña ha aparecido en el número de junio, 367, de la revista Quimera. La ilustración es de Miquel Rof.
domingo, 22 de junio de 2014
jueves, 19 de junio de 2014
miércoles, 11 de junio de 2014
domingo, 8 de junio de 2014
jueves, 5 de junio de 2014
martes, 27 de mayo de 2014
domingo, 25 de mayo de 2014
Bulevar, de Javier Sáez de Ibarra
El fondo de la superficie
¿Puede escribirse una
prosa narrativa sostenida en el puro argumento, sin aderezos, aparentemente desnuda;
que huya “de la metáfora en todas sus manifestaciones”? Se trataría, en todo
caso, de un ejercicio de contención, aun cuando el autor sepa que el poder
asociativo de la palabra es la base misma de lo literario. Semejante propósito,
desgranado en la «Defensa» que encabeza los dieciséis relatos de este libro, parece haber servido de estímulo a Javier Sáez de
Ibarra: abordar unas historias al margen
de los mecanismos retóricos propios de la ficción narrativa. ¿Pero es posible
un lenguaje literario que sea sólo denotativo? Acaso un ejemplo extremo sea «Enciclopedia
occidental», donde se limita a reproducir una lista de boda interminable en una
escalada hacia el absurdo de efecto hilarante, en la que cada obsequio que se
añade resulta más ridículo y prescindible que el anterior. Y, sin embargo, las distintas
narraciones que desfilan por este muestrario lo hacen desde un lenguaje por
momentos connotativo, capaz de ofrecernos un mosaico vivísimo del acontecer
humano, no menos cotidiano en su peripecia, silencios y sobreentendidos, ni lacónico
o fragmentario en sus finales abruptos, como si el cuento optara por replegarse
tras haber esparcido su dosis oportuna de emoción.
En «Permiso», el
primer relato, un operario va a recoger a una mujer a la que corteja y,
anticipándose a la cita, la observa en su trabajo, agazapado. De hecho, la
espía convirtiéndose en un intruso, momento en que el relato concluye. El
cuento había arrancado poco antes con el protagonista desenvolviéndose en su faena,
irrumpiendo esta vez en la esfera privada de su jefe, quien no duda en llamarle
la atención. En manos del lector se deja, pues, la asociación de ambas escenas
concatenadas, para que sea él mismo quien saque conclusiones. Este
procedimiento de mostrar sin inmiscuirse apenas está presente en varios
relatos, en la estela de Cheever o Carver. Así, en «El señor Remáser», por
ejemplo, donde dos hombres comparten habitación en un hospital sin que,
aparentemente, suceda nada extraño. Cristóbal recibe las visitas y atenciones
de sus familiares y amigos; en cambio, Esteban, solo y abatido, parece dispuesto
a morir mientras escucha música gospel
por todo consuelo. Nada más se cuenta, ni falta que hace. Pero quizás el relato
que yo prefiera sea «La reina», con la batalla que entablan un padre y su hijo
a lo largo de una serie de jugadas de ajedrez; interrumpidas de golpe por la
boda del joven a la que el padre no acude, pues «si la Reina es la pieza más
valiosa (…), no importa lo que hagas con ella. Gana el Rey que se mantiene en
pie hasta el final». Mientras que en «Sacar al perro», la relación de una chica
con el chucho que lleva a pasear condiciona, a su vez, la evolución de la que inicia
con su amante. Otro de los cuentos que prefiero es «Fuerza», un ejemplo de
contención narrativa donde lo que se silencia pesa más que lo relatado. O
«Termina primero», en que la ausencia de culpa empuja a unos chicos inconscientes
a poner en la picota al profesor, que será quien aparezca como único
responsable, con el beneplácito del director de la escuela.
Además, Javier Sáez de Ibarra lleva a cabo una serie de experimentos formales de otro orden en varios cuentos. No sólo construye y deconstruye el armazón del volumen barajando sus partes y explicitando ampliaciones posteriores, sino que varios de ellos son tanteos en sentido estricto: así ocurre en «Manda aquí», donde la forma condiciona el contenido, tal como desvelan las notas a pie de página; en «Una historia reciente», un ready made capaz de otorgar nuevos sentidos a la re-contextualización de las páginas de un libro de texto, o en «Actividades de refuerzo», tan vinculados los dos últimos, junto al relato de cierre, con su trabajo de profesor. «Bulevar», el cuento que da nombre al volumen, podría leerse como una poética en la que, frente a lo que pudiera parecer, Marcos ha aprendido a escribir de forma velada, a ser él mismo misterioso. En resumidas cuentas, el experimento que se plantea el autor resulta sugerente en conjunto, si bien no siempre se cumple a rajatabla las premisas de que parte.
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sábado, 24 de mayo de 2014
miércoles, 21 de mayo de 2014
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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.
Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"
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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.
Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"