viernes, 5 de agosto de 2016

Las efímeras, de Pilar Adón

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De los sueños que no perviven
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Las hermanas Oliver, Dora y Violeta, viven encerradas en La Rouche presumiblemente por voluntad propia, en mitad de una naturaleza desapacible y salvaje. Dicha comunidad pretende mantenerse lejos de la civilización, conforme a unas normas de conducta orientadas al bien común que han recibido como herencia incuestionable. O, al menos, esa es la versión oficial que trasciende a los demás de sus pequeñas vidas. Por su parte, Anita es la descendiente directa de los fundadores de esta sociedad hermética y estricta que no permite a los suyos volver a salir de ella una vez que se ha entrado, veladora a la fuerza de las esencias de este microcosmos que no tolera el menor fallo para garantizar su continuidad. A esta mujer la acompaña Tom a todas partes como si fuera su sombra, intentando convencerla de que lo acepte; dispuesto a lo que sea por ganarse su favor. 
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Así las cosas, Dora parece estar conforme con su destino preestablecido de hermana mayor, dedicada a mantener la casa donde vive salvaguardada por sus perros, un espacio inhóspito en el que hace mella constante la humedad y la podredumbre como trasunto de la eterna amenaza que se cierne sobre los habitantes de esa comunidad. Violeta, por el contrario, no parece resignarse al control y encierro forzoso que le impone su hermana, responsable de que vaya debilitándose hasta enfermar, mientras escribe en una libreta poemas que traslucen sus ansias crecientes de fuga y liberación. En las antípodas de este modo de vida, Denis, el joven por el que Violeta se siente atraída, que fue expulsado de la comunidad, se erige como un modelo alternativo de libertad absoluta, es decir, sin mesura ni control alguno. 
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Frente a estos tres personajes (Dora, Violeta y Denis) que concentran buena parte del drama de esta novela de atmósferas y miedo larvado, Anita y Tom representan la otra cara de la moneda, de nuevo con un reparto de papeles no siempre en consonancia con sus deseos. No en vano, a Anita le gustaría poder pasar jornadas enteras trabajando en su estudio, de espaldas a sus obligaciones, sin tener que velar por sus miembros ni ejercer de juez, dibujando y catalogando una naturaleza que se renueva sin piedad ni límites posibles. Sólo Tom, el eterno aspirante, parece satisfecho con su afán de pertenencia a la comunidad, mientras en secreto desea gobernarla; el único capaz de asegurar tamaño sistema. 
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A partir de la edificación sofisticada de esta sociedad llena de agujeros al margen de su voluntad de perpetuarse, la novela aparece dividida en diez capítulos para mejor contarnos las motivaciones y padecimientos de cada sujeto dentro y fuera de la comunidad, en medio de una Naturaleza que se nos revela como el personaje más oscuro e imponente. El título parece remitir, de hecho, a la imposibilidad de cumplir los sueños que nos animan, a las voluntades y sustancias efímeras que nos definen, de modo que basta alterar las condiciones de convivencia establecidas para que todo nuestro mundo se resquebraje. Así, Dora y Violeta invertirán sus papeles respectivos de hermana fuerte y hermana débil cuando una de ellas rompa la baraja inopinadamente, un reparto de papeles que cambiará de signo también entre Anita y Tom, e incluso entre Violeta y Denis, el cual no tolerará que Violeta viva sometida a Dora por más tiempo, convirtiéndose de golpe en un peligroso libertador. Así, nada resulta ser lo que parece y en este baile de máscaras que nos muestra la novela, quien más quien menos ejerce un papel impuesto a desgana como método de supervivencia, mientras los sueños de todos ellos se erosionan sin remedio, tras ser abandonados o pospuestos indefinidamente.
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Escrita mediante un estilo incisivo, cargado de significado y simbología, Pilar Adón parece haberse inspirado, como punto de partida, en el Walden de Henry David Thoreau para desembocar en un entorno fiero de atmósfera opresiva más propio de Paul Bowles, en una novela vertiginosa en la que nadie es inocente ni dueño absoluto de su destino.

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* Esta reseña ha aparecido publicada en la revista literaria Quimera, en su número doble de julio-agosto, 392-393, del 2016. La imagen de la cubierta es de Antonio Alonso.

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lunes, 18 de julio de 2016

sábado, 16 de julio de 2016

Trescientos cincuenta y uno

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Sin posibilidad de silencio, no hay lectura ni meditación que valga. Sólo la furia de los días cayéndonos a traición. 
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martes, 5 de julio de 2016

Trescientos cincuenta


La necesidad de establecerse responde, en realidad, a un vivo deseo por restablecerse.



El comensal, de Gabriela Ybarra

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Un nuevo plato vacío en la mesa
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«La muerte de mi madre resucitó la de mi abuelo paterno», leemos hacia la mitad de la novela en boca de su narradora protagonista, quien en esta ocasión coincide con la autora. A lo largo de estas páginas, Gabriela Ybarra se propone esclarecer y comprender el pasado inmediato, mientras indaga en la tragedia que supuso para su familia la muerte del abuelo a manos de ETA. Y ello sin rehuir la reconstrucción, a veces ficticia, de los hechos, habida cuenta de que en ocasiones precisa echar mano de la imaginación para rellenar ciertos huecos de la historia.
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Nieta de Javier de Ybarra, el empresario vasco asesinado en 1977, seis años antes de que la autora naciera, presidente de El Correo y de El Diario Vasco, miembro de la Real Academia de la Historia, alcalde de Bilbao y diputado por Vizcaya, Gabriela Ybarra nos relata en esta novela testimonial el proceso de duelo que se inicia con la inesperada muerte de su madre por un cáncer en el 2011, momento en que se produce en ella un estallido que le hace mirar hacia atrás para comprender mejor su pasado, tan vinculado con el de su familia y con la deriva de una sociedad que se revelará, retrospectivamente, fanatizada y enferma. No en vano, a raíz de la muerte del abuelo, a los Ybarra no les queda más remedio que abandonar el País Vasco, trasladándose en 1995 a vivir a Madrid, tras recibir el padre de la escritora amenazas de muerte y algún paquete sospechoso, cansado de sufrir por la seguridad de los suyos y de tener que moverse por la ciudad con escolta. 
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La novela no sólo cuenta, con una distancia admirable, diversos hechos con sus inevitables dosis de horror cotidiano, sino que lo hace sin dar muestras de rencor alguno en su relato, cuando éste habría resultado más que justificado; y, ya no digamos, sin asomo de odio. Como si, para que ello pudiera cumplirse, hubiera sido preciso que Gabriela y sus hermanas fueran apartadas por sus mayores de semejante entorno embrutecedor, del ambiente opresivo y estrecho de miras de aquella sociedad enfermiza. De igual modo, la autora no llega a conocer lo ocurrido plenamente hasta que empieza a dejar atrás la infancia y a indagar por sí misma en los sucesos del pasado, muchos años después de enterarse un día en el colegio, por casualidad, de que su abuelo, con quien tanto parecido físico y moral comparte, había sido asesinado. 
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Así las cosas, armada de valor o de resignación ante la muerte anunciada de su madre, la autora parece encontrar a través de la escritura de esta novela el medio o el momento propicio o, incluso, las fuerzas necesarias para poder adentrarse tanto en la historia de su familia como en la suya propia, habida cuenta de que toda la novela rezuma una amplitud de miras y una dignidad fuera de lo común, consoladora y, casi me atrevería a decir, cargada de esperanza. Después de un pequeño prólogo en donde expresa su intención de contar lo mejor posible su experiencia vivida, la novela se adentra en la reconstrucción del asesinato de su abuelo en la primera parte, mientras que en la segunda aborda la lenta muerte de su madre acontecida en el pasado reciente, para rescatar, hacia el final, impresiones y recuerdos de ambas experiencias en un presente por fin recuperado.
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Escrita con una prosa limpia y directa, desde una nobleza ejercida a conciencia que no rehúsa llamar a las cosas por su nombre, importan no tanto los detalles relatados o los datos referidos, cuanto las impresiones que causan esos mismos sucesos en la narradora protagonista y, por añadidura, en todos nosotros (en la tradición de obras anteriores de, por ejemplo, Raúl Guerra Garrido o Fernando Aramburu), en un viaje introspectivo que no parece buscar otro fin que armarse de valor para ingresar al cabo por la puerta grande en la edad adulta; un viaje del que su protagonista sale a todas luces reforzada, tal y como les ocurre también a los lectores.
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* Esta reseña ha salido publicda en la revista Quimera, núm. 391, correspondiente al mes de junio.
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domingo, 19 de junio de 2016

Trescientos cuarenta y ocho

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campaneo. Dícese del repique en Padua de sus inclementes campanas, capaces de atronar con delicadeza a cualquier hora del día.
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jueves, 16 de junio de 2016

Trescientos cuarenta y siete

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El deseo es la puerta por la que se cuela el amor, 
el único y verdadero ladrón de este aforismo.
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* Foto de Mireia Pellicer Bertrand.

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lunes, 13 de junio de 2016

Trescientos cuarenta y cinco

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Los asuntos del corazón no se dejan reducir a simples operaciones de sumas y restas.
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viernes, 10 de junio de 2016

jueves, 9 de junio de 2016

La mujer que es rinde tributo

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La niña que fue no comprendía por qué los vecinos habían decidido cortar el único ciprés que, junto al campanario, definía el skyline de aquel pueblecito de su infancia.
La niña que fue deseó que todos los seres queridos se sintieran, por el solo hecho de serlo, amados a perpetuidad, sin que fueran necesarios los gestos ni demás actuaciones sociales; vanas puestas en escena para un corazón solitario como el que albergaba entonces.
La niña que fue quiso, desde muy niña, que sus compañeros la dejaran en paz, fundirse con el entorno como veía hacer a los pájaros, a los caracoles incluso. Crecer a salvo contra el mundo entero y, en especial, contra ese mundo.
La mujer que hoy es se acuerda de la niña que fue y que, acaso con un poco de suerte, pueda seguir siendo.
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miércoles, 8 de junio de 2016

Trescientos cuarenta y tres

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La hipocresía es un recordatorio incómodo: fingimos ser quien no somos para serlo al menos en falso.
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sábado, 4 de junio de 2016

miércoles, 1 de junio de 2016

sábado, 28 de mayo de 2016

Trescientos cuarenta

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Hay tipos (y tipas) tan educadamente groseros que hasta consiguen convencerse a sí mismos de su bonhomía.
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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.


Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"