domingo, 28 de julio de 2013

En la orilla, de Rafael Chirbes


Encenagados
                   
Esta nueva novela de Rafael Chirbes trata sobre la podredumbre cenagosa de la España actual, con el pantano y su atmósfera tóxica en el papel de personaje principal de la historia, en su doble vertiente de espacio físico y simbólico. No en balde, la pequeña población de Olba a orillas del embalse funciona como representación de la actual sociedad española, mientras el pantano putrefacto se erige en correlato moral de sus gentes.
            
Por ese entorno desfilará una galería de personajes de distintos estamentos y condición, cuyas vidas nos ofrecen un fresco del presente a la manera de la comedia humana, y que cabría entender como la otra cara de los sucesos relatados en Crematorio, su anterior novela. Galardonada con el Premio de la Crítica en el 2007, en ella mostraba Chirbes un país enriquecido por el ladrillo y la falta de escrúpulos de esa misma sociedad triunfante; esta vez empobrecida sin remisión.
            
En el arranque de la trama, Esteban, hombre sin atributos, cuida de su anciano padre en la casa paterna, situada sobre la carpintería que ha perdido a sus 70 años, tras entablar negocios fraudulentos con el especulador Pedrós, un tiburón que, en cuanto ve la oportunidad, se da a la fuga con el botín.
            
Así, mientras espera a que lo desposean de la casa y del negocio, apenas le queda un mes, Esteban, narrador protagonista de este fresco coral, se dispone a repasar su vida. Lo hace a partir de una serie de monólogos interiores descarnados que se alternan con el diálogo mantenido con los amigos del bar y con los relatos en primera persona de otros seres, entre los que destaca Liliana, la cuidadora colombiana a la que Esteban ha tenido que despedir, junto al resto de sus empleados. No en vano, estos monólogos encadenados persiguen rememorar por última vez, antes de quitarse la vida y segar las del padre y el perro, su infancia y querencias. En especial, la del tío Ramón, quien sin las brusquedades del padre le enseñó a pescar y el oficio de carpintero. Pero también nos da cuenta de las privaciones y sacrificios de su progenitor tras la guerra, una vez perdidos los ideales heroicos en pos de construir una sociedad mejor. De hecho, mudará para siempre de carácter y se amargará, sustituyendo los anhelos de futuro por el imperativo de tener que alimentar a mujer e hijos, a quienes apenas querrá a lo largo de su existencia de carpintero encanallado, hasta el punto de llegar a aborrecerlos.

            
La novela se estructura en tres partes de distinta extensión. En la primera (“El hallazgo”) un narrador omnisciente nos anticipa el desenlace de los hechos, cuando un moro que merodea por el pantano descubre los cadáveres semienterrados de Esteban y su padre. La segunda (“Localización de exteriores”) se centra en esa pequeña población que habita alrededor del pantano de Olba y cuya acción discurre entre la casa de Esteban, la carpintería y el bar básicamente, a partir del relato caleidoscópico de distintas voces –Liliana, los escritos escondidos del padre, Justino y Francisco, los amigotes de Esteban–, sin olvidar la del propio narrador. Así, éste va orquestando la entrada en escena de los diferentes personajes con la pulcritud de un maestro de ceremonias. Su estructura me ha recordado a La colmena de Cela, tal vez debido a esa atmósfera asfixiante que lo envuelve todo. La última parte (“Éxodo”) está formada por el monólogo de Pedrós, en sus orígenes un peón de obra de escaso talento y mucha ambición, que será quien arruine a Esteban y a los que buscaron enriquecerse.
            
Novela coral, En la orilla está escrita en una prosa afilada, poco complaciente con el lector; de un realismo de tintes expresionistas y simbólicos, de estilo resonante y lapidario. Con infinidad de pensamientos memorables a lo largo de sus páginas. Vean un ejemplo: “La esperanza de viudedad ha sido el gran lenitivo de la mujer” (p. 406), “Si para algo sirve el dinero es para comprarles inocencia a tus descendientes (p. 79), “Ningún rico medianamente inteligente practica el asesinato. Ellos no son psicópatas. No tienen por qué serlo. Para eso, para matar y sufrir psicopatías, tienen a sus empleados” (p. 82), “Soy aquello de lo que carezco, soy mis carencias, lo que no soy” (p. 379). Gran, gran Chirbes.



* La reseña ha aparecido en el número de julio-agosto de la revista de literatura Quimera.

viernes, 26 de julio de 2013

Mansa corriente

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Otro día fuimos con los amigos del pueblo de excursión al río. Íbamos todos juntos porque se trataba de una actividad organizada de antemano, con momentos de riesgo y descanso, de ejercicio y diversión entremezclados, y la previsión era seguir el cauce del río en busca de su origen; bordeando el cauce y los márgenes resbaladizos y húmedos; un paseo conocido para los de allí, no así para las dos únicas niñas de ciudad que íbamos confundidas con ellos. Por aquel entonces, yo ya tenía las rodillas repeladas y llenas de costras, y cargaba mi condición vergonzante de niña de ciudad, de modo que andaba pisando las piedras con verdadero tiento y cuidado, dispuesta a no caerme más de lo aceptable; resbaladizas y traidoras como eran todas para mí, en especial las de cantos rodados, cubiertas indefectiblemente por un musgo suave y engañoso.
            
Mis padres nos habían inscrito en esas salidas con la gente del pueblo para que nos relacionáramos. Más allá de la amistad algo tirante que manteníamos con los vecinos, este tipo de actividades nos permitió recibir un trato más cordial, pues no eran pocas las veces en que me mandaban a por el periódico, una Xibeca e incluso a por tabaco en el bar que había a las afueras. A partir de entonces empezamos a notar, de hecho, su amabilidad, cierta atención contenida. En cualquier caso, yo seguí disfrutando de los ratos en que los mayores se echaban la siesta y permitían que jugara a mis anchas. Durante las tardes en que el sol alcanzaba el punto más alto, me escabullía como si nada tras los muros de árboles frutales, hierba y matojos que circundaban el patio. Si no sabía qué hacer, me dedicaba a pasar revista a bichos y plantas.
            
El día de la excursión tal vez luciera un sol de julio con algunos cirros aislados. Seguramente no se tratara de la primera ni de la segunda salida; acaso fuera sólo la cuarta. Yo me sentía a gusto e incómoda a un tiempo, como siempre que existen razones para albergar esperanzas. Y, sin embargo, al final habíamos alcanzado sin agobios el manantial de agua y fue un verdadero goce poder refrescarnos. El bosque emitía destellos verdes y filosos la tarde en que nos bañamos mientras el astro declinaba. De regreso al pueblo, las niñas de ciudad que éramos tropezamos varias veces. 

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Mansa corriente (y 2)

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Mis padres nos habían inscrito en esas salidas con la gente del pueblo para que nos relacionáramos. Más allá de la amistad algo tirante que manteníamos con los vecinos, este tipo de actividades nos permitió recibir un trato más cordial, pues no eran pocas las veces en que me mandaban a por el periódico, una Xibeca e incluso a por tabaco en el bar que había a las afueras. A partir de entonces, empezamos a notar, de hecho, su amabilidad, cierta atención contenida. En cualquier caso, yo seguí disfrutando de los ratos en que los mayores se echaban la siesta y permitían que jugara a mis anchas. Durante las tardes en que el sol alcanzaba el punto más alto, me escabullía como si nada tras los muros de árboles frutales, hierba y matojos que circundaban el patio. Si no sabía qué hacer, me dedicaba a pasar revista a bichos y plantas.

El día de la excursión tal vez luciera un sol de julio con algunos cirros aislados. Seguramente no se tratara de la primera ni de la segunda salida; acaso fuera 
sólo la cuarta. Yo me sentía a gusto e incómoda a un tiempo, como siempre que existen razones para albergar esperanzas. Y, sin embargo, al final habíamos alcanzado sin agobios el manantial de agua y fue un verdadero goce poder refrescarnos. El bosque emitía destellos verdes y filosos la tarde en que nos bañamos mientras el astro declinaba. Las niñas de ciudad que éramos tropezamos varias veces de regreso al pueblo.
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lunes, 22 de julio de 2013

Mansa corriente (1)

         
Otro día fuimos con los amigos del pueblo de excursión al río. Íbamos todos juntos porque se trataba de una actividad organizada de antemano, con momentos de riesgo y descanso, de ejercicio y diversión entremezclados, y la previsión era seguir la senda del río en busca de su origen; bordeando el cauce y los márgenes resbaladizos y húmedos; un paseo conocido para los de allí, no así para las dos únicas niñas de ciudad que íbamos confundidas con ellos. Por aquel entonces, yo ya tenía las rodillas repeladas y llenas de costras, y cargaba mi condición vergonzante de niña de ciudad, de modo que andaba pisando las piedras con verdadero tiento y cuidado, dispuesta a no caerme más de lo aceptable; resbaladizas y traidoras como eran todas para mí, en especial las de cantos rodados, cubiertas indefectiblemente por un musgo suave y engañoso.
(continuará)
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domingo, 21 de julio de 2013

Ochenta y tres

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El aborrecimiento de cierta clase política para con lo público es sibilina y directamente proporcional a su afán desmedido por privatizarlo.
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jueves, 18 de julio de 2013

Un cucharón de alpaca

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Estos días la nevera ha empezado a sudar por los codos. Es algo vieja pero sólo se pone así con la llegada del calor extremo, y aunque yo se lo consienta, ahora me paso el día de acá para allá limpiando con la bayeta y recogiendo el agua sobrante. Por la noche, antes de acostarme, he comprobado que la casa entera no dejaba de exudar. El pasillo y, con él, las estanterías cargadas de libros parecían de golpe una cascada de agua que buscase con urgencia sortear volúmenes y hendiduras, riscos y valles salvajes. Y aunque he nadado varias horas en todas direcciones para salvar la biblioteca, consciente de que a las brechas de agua les gusta sobre todo manar, al cabo me he refugiado en la cocina, agarrada a un cucharón gigante de alpaca. Ahí sigo, sumergida; a salvo quiero pensar de cualquier amenaza exterior.
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viernes, 12 de julio de 2013

Ochenta y dos

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Lo demasiado oído se torna inaudible.
Ángel de Frutos Salvador
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De igual modo
lo demasiado visto a menudo se vuelve invisible; 
lo demasiado sentido, insensible; 
lo demasiado admitido, inadmisible; 
lo demasiado dividido, indivisible;
e incluso lo demasiado favorecido puede llegar a resultar 
palmariamente desfavorecido 
o directamente desmejorado; 
sin apenas lustre.
Sin embargo, acaso convenga no olvidar que lo anterior sucede siempre en un contexto en donde lo excesivo -lo considerado en demasía- es percibido, en todo momento y bajo cualquier circunstancia humana, como algo insuficiente. 
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jueves, 11 de julio de 2013

Negra, roja y pálida

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Esta vez me han roto la nariz, de modo que voy por ahí buscando que los demás se compadezcan, me abracen, se sorprendan. Con la nariz aplastada como si fuera la de un negro blanco. Sin derramar por las esquinas demasiada sangre. Sin expresar tampoco excesiva rabia. Parezco un perro humano mendigando cariño, con mi pobre nariz rota y chafada de payaso. Tan negra, roja y pálida. Tan sumamente destrozada. Desfigurando pasos y tentativas hasta el sonrojo.
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miércoles, 10 de julio de 2013

Ochenta y uno

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El espacio contiene el tiempo por los siglos de los siglos. De ahí el misterio que encierran ciertos lugares.
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jueves, 4 de julio de 2013

El sumidero de cada día

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Ante mí, un plato de sopa disminuía rápidamente sin llegar a calmar mi hambre, sin colmarme tampoco por dentro. Al sumidero aéreo y voraz de mi boca había que añadirle el sumidero del fondo del plato, que de pronto ha quedado al descubierto mientras yo lo contemplaba con aprensión. Unos fideos hiperactivos avanzaban por él como gusanos. Menos mal que luego, por fin, le ha tocado el turno a la bendita normalidad: levantarse, vestirse y desayunar tan pancha.
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domingo, 30 de junio de 2013

Ochenta

Para Olga Bernad.........................
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Las palabras pueden herir y echar a perder una vida 
porque son acciones invisibles.
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sábado, 29 de junio de 2013

Un exceso de realidad

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Estoy en el metro, sentada en uno de esos vagones arruinados que hacen chirriar sus ejes cada vez que toman la curva de entrada al andén. Miro por la ventanilla. Un hombre extremadamente envejecido avanza con gran esfuerzo en dirección a la puerta del convoy. Varios de nosotros, la mayoría de mediana edad, seguimos el avance esforzado del intrépido escalador; salvo una chica muy joven que ha descubierto con desagrado que se halla justo delante de él. Ni siquiera se inmuta cuando lo ve agarrarse a los quicios metálicos para salvar el vacío. Le bastaría alargar el brazo, pero ha decidido ignorarlo. Para disimular mejor su desdén, le da la espalda mientras se dedica, muy concentrada, a buscar esos archivos tan urgentes de pronto, convencida de que sólo ellos podrán salvarla de semejante exceso de realidad. 
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viernes, 28 de junio de 2013

Polvo en el neón, de Carlos Castán


Novela de náufragos

Poético y sugerente, elíptico y sustancial, el estilo literario de Carlos Castán vuelve a adquirir forma en Polvo en el neón, su primera novela corta: un relato de carretera de apenas 42 páginas de texto que transcurre a lo largo de la mítica Ruta 66, traspasando los Estados Unidos de este a oeste a través de Albuquerque, la ciudad natal del fotógrafo Dominique Leyva, quien ilustra y narra esta historia sucinta de abandonos y traiciones hasta convertirla en un libro de 96 páginas con imágenes en color. Un tándem, Leyva y Castán, que parece compenetrarse muy bien pese a la dificultad del envite: relatar unos amores contrariados hasta la desolación.

Quinn quiere a Sally, pero la engaña desde hace tiempo con Jessica. Jessica está empeñada en que renuncie a su mujer y se larguen juntos de una vez, ahora que él ha descubierto que también Sally tiene a alguien, pero Quinn no se decide; Quinn vacila. Y, sobre todo, sufre. No en balde toda la novela es una huida hacia delante del protagonista por esa ruta de ensueño que constituye la carretera americana, casi onírica tal como muestran las fotos, hechas al sesgo y atendiendo a meros detalles que de pronto cobran especial relevancia; repleta de luces, sombras, letreros luminosos y moteles destartalados. Lugares marginales y esquivos como el personaje. “Conducir por cualquier carretera sin excesivas ganas de llegar a puerto puede ser en sí todo un destino”, empieza el texto de Castán. Un arranque enigmático que nos introduce de lleno en la experiencia de una huida que todo lo revuelve, arrollando a su paso no solo a Jessica, sino también las falsas esperanzas de este pobre náufrago dispuesto a reconducir su vida junto a Sally, la esposa despechada que ha ido a refugiarse en los brazos de otro hombre.

Quinn quiere a Sally aunque se acuesta con Jessica, puro ardor frente al hogar apacible y conocido que representaba vivir junto a su mujer; con la previsión del futuro resuelto y la sensación de una vida detenida, sin horizontes en apariencia, de una seguridad no menos engañosa. Así que Quinn coge el coche, como solía hacer de joven cuando necesitaba largarse para pensar, y pone ruta a la ciudad de Flagstaff, casi al otro extremo de los Estados Unidos, donde su tía Hanna les ha dejado en herencia, a él y su hermano, un motel que en realidad es una ruina, un problema añadido con el que bregar.

A partir de la voz omnisciente de un narrador en tercera persona que a menudo se funde con los pensamientos de Quinn, asistimos al carácter huraño de su protagonista, y a su visión desesperada de cuanto le acontece; al recorrido feroz que emprende movido por la necesidad, un deambular errabundo por un conjunto de situaciones absurdas amplificadas por ese halo de irrealidad que las envuelve y convierte en excepcionales, como un trasunto de su propia confusión; tal es el caso de la visita improvisada de Michelle, la hermana pequeña de Sally, otra desahuciada más a quien se propone seducir pero a la que, de pronto, descubre en la fragilidad más absoluta; una Michelle que de repente ha dejado de ser la muchacha vitalista que él conoció, perdiendo toda su luz. Nada subsiste, como si dijéramos. Ni la pasión, ni tampoco siquiera la belleza de los ángeles.
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Castán parece haber escrito esta historia para mostrarnos el particular descenso a los infiernos de Quinn a través de un recorrido repleto de señales y desvíos engañosos, pues al cabo el trazado y el sentido se revelan curiosamente únicos: con la sempiterna desilusión de fondo, y el más crudo desengaño. Los diferentes espacios por los que transita, plasmados con suma delicadeza y cercanía por Leyva, expresan todo el cúmulo de carencias y ausencias vividas, con imágenes turbias y borrosas tan parecidas a sus sentimientos, a través de las cuales el autor edifica esa atmósfera de soledad y nostalgia que resulta crucial en el comportamiento de esta novela de náufragos. Una vez más, Castán se erige en retratista de la desolación y el quebranto. De ese perderse de pura soledad. 




* Esta reseña ha aparecido publicada en el número de junio de la revista de literatura Quimera.

martes, 25 de junio de 2013

Setenta y nueve

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A menudo la vanidad se mira en el espejo de la envidia, cara y envés de un rostro que se muestra de perfil.
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lunes, 24 de junio de 2013

Setenta y siete, setenta y ocho...

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La literatura es incierta por naturaleza; cuando no lo es, el tiempo, tan astuto, se encarga de despojar al autor de sus certezas.
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La literatura sólo se redime por medio de la incertidumbre, desde lo incierto escrito.
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jueves, 20 de junio de 2013

Nuevas reseñas de La Danza

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Esta última semana la casualidad ha hecho que aparecieran casi a la vez dos críticas sobre La danza de las horas (Eclipsados, Zaragoza, 2012)

  • En Letras de Chile, a cargo de Denise Fresard.
  • Y en el suplemento de cultura "Artes y Letras", del Heraldo de Aragón, firmada por Olga Bernad.

Muchas gracias a las dos.


  


miércoles, 19 de junio de 2013

Desolación de la nada

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Salimos a almorzar. Pedimos. Nos sirven una pizza enorme, inextinguible, perpetua. Comemos con voracidad pese a que, por entonces, nos ha ido invadiendo la sensación creciente de haber sido engañados. Pagamos con disgusto aunque la pizza estuviera muy rica, malhumorados. De camino a casa, un viejo de pelo blanquísimo yace con sus dos perros bien avenidos junto a la boca del metro. Los devora un sol fiero mientras se acompañan. Tras tenderle la bolsa con los restos de pizza humeante, no puedo evitarlo: le doy las gracias.
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domingo, 16 de junio de 2013

Setenta y seis

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Lo que se escribe es nuestro. Pero no somos nosotros.
Carlos Pujol
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Un día fue nuestro cuanto escribimos. Tal vez mañana también lo sea.
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domingo, 9 de junio de 2013

Estela lívida

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Hay muertes 
que no 
terminan 
nunca
que se enquistan 
a cada rato
acostumbradas 
como están 
a consumirnos 
de a poco 
y a encostrarse
crispándonos 
sueños y letras 
mientras una estela 
lívida proyecta 
ansias 
de memoria 
dignas de un porvenir 
mucho más dulce. 
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Hay muertes que no terminan nuncaque se enquistan a cada ratoacostumbradas como están a consumirnos de a poco y a encostrarsecrispándonos sueños y letras mientras una estela lívida proyecta ansias de memoria dignas de un porvenir mucho más dulce.
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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.


Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"