martes, 30 de agosto de 2011

¿Saben los peces que se mojan?


        Por fin me había vuelto a asomar a la balsa de agua, seguramente una de mis costumbres más arraigadas por aquel entonces cada vez que volvíamos al pueblo con el inicio de las vacaciones, y una vez más me fue imposible distinguir nada a través de ella. Esa manía que había adquirido de asomarme a lo putrefacto significaba el anuncio prometedor de un verano diáfano, de modo que solía recibir la visión de esas aguas estancadas con un gesto ambiguo y cargado de dudas, a medio camino entre el asco y la seducción. Muy pronto iban a entregarse mis padres a la tarea de vaciar la balsa para limpiarla a fondo, concienzudamente, y mis hermanas y yo volveríamos a llenarla con el agua helada del pozo, una agua pura, cristalina y fresquísima, y no esa especie de sopa espesa y oscura, tan viscosa, que volvía opaca tu imagen reflejada. Me parecía increíble que toda esa agua turbia pudiera convertirse en el manantial en que me bañaba satisfecha, mientras sumergía los años de mi niñez con la confianza ciega de un pez dando vueltas en círculo por sus paredes internas. Allí metida aprendí a bucear y, sobre todo, a distinguir la quietud líquida del exterior tumultuoso, lleno de gritos, píos y las voces destempladas que daban siempre los adultos, sin que pareciera que fueran a cansarse nunca.
        El proceso de limpiado de la balsa era laborioso y no exento de dificultad: una vez vacía, había que meterse dentro, y luego frotar con un rastrillo de púas afiladas una por una las distintas baldosas de color azul celeste que mi padre había colocado siendo nosotras muy pequeñas. La reforma de la balsa había consistido, entonces, en rebajar su altura y rematar el corte con una hilera de baldosas de color azul marino que nos permitiera entrar y salir sin dañarnos. En su interior había levantado una escalera de tres peldaños hecha a la medida de los mayores, sin duda desproporcionada con respecto a las dimensiones reducidas de la balsa, y ya no digamos las nuestras. Entrar por primera vez en esas aguas blancas al inicio del verano y descender con mucho cuidado por su escalera gigantesca era una operación que podía llevarnos su buen cuarto de hora, y de hecho no era posible hacerlo sin gritar de alegría y nervios y de pura histeria contenida, ni tampoco dejar de atropellarnos entre nosotras, empujándonos todo el rato. Ninguna quería sumergirse la primera en tan gélidas aguas.
        Luego, según fuimos creciendo, decidimos que la balsa tuviera peces, así que una tarde de verano fuimos a un estanque cercano que había a las afueras del pueblo acompañadas por nuestros vecinos, y nos trajimos varios pescados del embalse, bastante feos a decir verdad, aunque nadie podía negar que se trataba de auténticos peces, con sus escamas resbaladizas y su color parduzco, y esas branquias incomprensibles que no paraban de abrirse y cerrarse como un fuelle feroz. Esos peces repescados pasaron a ser, a partir de entonces, una prueba indiscutible de lo que tomábamos como vida salvaje. Llevarlos de pronto a nuestra charca de tres al cuarto, aunque los mayores nos insistieran en que su lugar de procedencia era, en realidad, otro depósito de agua más, me llenó por un tiempo de vagos remordimientos. Por mucho que dijeran, aquel estanque destinado al riego de la zona era para mí un verdadero océano con su inmensidad a cuestas y, claro, con sus mismas tinieblas y oscuridades, y légamos y monstruos marinos. Y tormentas impredecibles, como las que había visto fuera de la casa, azotando el jardín, pero también adentro; voraces cambios súbitos e incontenibles que no merecía la pena esforzarse por entender.
       
Al final volcamos en nuestra balsa la cantidad de ocho o diez peces que habíamos conseguido sacar no sé cómo de sus aguas cenagosas. Su procedencia oscura me recordaría a ratos que el destino de esos pescados no era tan distinto del mío; tampoco ellos alcanzaban a comprender cómo iban a sobrevivir en su nuevo hábitat de agua cambiante: fresca del pozo en verano, llena de mosquitos y podredumbre a partir de otoño.
       
Debía contar yo entonces con 9 años. Acabábamos de llegar al pueblo tras el largo invierno, según veníamos haciendo cuando apenas si había dos estaciones, sobre todo para nosotras, niñas de ciudad, y de nuevo me acerqué a la balsa con el empeño de asomarme. Necesitaba saber si podía distinguir alguno de nuestros inquilinos agazapado en el fondo, oculto en las profundidades, así que dejé confiada que medio cuerpo se balanceara sobre el filo de las baldosas que ceñían la balsa, pero como no lograba ver nada, terminé incluso por acceder a que una lengua de agua me lamiera el rostro.
       
El último verano había sido diferente. La experiencia de convivir con aquellos vertebrados no había resultado tan gozosa como pensamos, y aunque nos habíamos resignado a compartir con ellos nuestros juegos acuáticos, era evidente que habían dejado de gustarnos. Por no hablar de la complicada operación que suponía tener que limpiar la balsa con los peces dentro, tras renunciar a pescarlos con el agua sucia, tarea que se nos reveló imposible. Uno de nuestros juegos favoritos había consistido, de hecho, en intentar atraparlos buceando. Al principio fracasamos, aunque no tardamos en descubrir que la mejor forma de hacerlo era mareándolos un buen rato. A pesar de la crueldad de nuestras exploraciones, yo me había preguntado si de algún modo serían conscientes de hallarse permanentemente mojados. Supongo que me convencí entonces de que no, y de ahí que empezara a cebarme en ellos cada vez que iniciábamos un juego. Creo que mi maltrato se alargó sólo una temporada, apenas hasta ese día exacto de principios de verano en que perdí pie y salí chorreando agua sucia de la balsa, con las mejillas ardiéndome ya para siempre, mientras un sol codicioso me insolentaba en mitad de la tarde con sus destellos.
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¿Saben los peces que se mojan? (3)

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Debía contar yo entonces con 9 años. Acabábamos de llegar al pueblo tras el largo invierno, según veníamos haciendo cuando apenas si había dos estaciones, sobre todo para nosotras, niñas de ciudad, y de nuevo me acerqué a la balsa con el empeño de asomarme. Necesitaba saber si podía distinguir alguno de nuestros inquilinos agazapado en el fondo, oculto en las profundidades, así que dejé confiada que medio cuerpo se balanceara sobre el filo de las baldosas que ceñían la balsa, pero como no lograba ver nada, terminé incluso por acceder a que una lengua de agua me lamiera el rostro.
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El último verano había sido diferente. La experiencia de convivir con aquellos vertebrados no había resultado tan gozosa como pensamos, y aunque nos habíamos resignado a compartir con ellos nuestros juegos acuáticos, era evidente que habían dejado de gustarnos. Por no hablar de la complicada operación que suponía tener que limpiar la balsa con los peces dentro, tras renunciar a pescarlos con el agua sucia, tarea que se nos reveló imposible. Uno de nuestros juegos favoritos había consistido, de hecho, en intentar atraparlos buceando. Al principio fracasamos, aunque no tardamos en descubrir que la mejor forma de hacerlo era mareándolos un buen rato. A pesar de la crueldad de nuestras exploraciones, yo me había preguntado si de algún modo serían conscientes de hallarse permanentemente mojados. Supongo que me convencí entonces de que no, y de ahí que empezara a cebarme en ellos cada vez que iniciábamos un juego. Creo que mi maltrato se alargó sólo una temporada, apenas hasta ese día exacto de principios de verano en que perdí pie y salí chorreando agua sucia de la balsa, con las mejillas ardiéndome ya para siempre, y un sol codicioso insolentándome en mitad de la tarde con sus destellos.
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sábado, 27 de agosto de 2011

¿Saben los peces que se mojan? (2)

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Luego, según fuimos creciendo, decidimos que la balsa tuviera peces, así que una tarde de verano fuimos a un estanque cercano que había a las afueras del pueblo acompañadas por nuestros vecinos, y nos trajimos varios pescados del embalse, bastante feos a decir verdad, aunque nadie podía negar que se trataba de auténticos peces, con sus escamas resbaladizas y su color parduzco, y esas branquias incomprensibles que no paraban de abrirse y cerrarse como un fuelle feroz. Esos peces repescados pasaron a ser, a partir de entonces, una prueba indiscutible de lo que tomábamos como vida salvaje. Llevarlos de pronto a nuestra charca de tres al cuarto, aunque los mayores nos insistieran en que su lugar de procedencia era, en realidad, otro depósito de agua más, me llenó por un tiempo de vagos remordimientos. Por mucho que dijeran, aquel estanque destinado al riego de la zona era para mí un verdadero océano con su inmensidad a cuestas y, claro, con sus mismas tinieblas y oscuridades, y légamos y monstruos marinos. Y tormentas impredecibles, como las que había visto fuera de la casa, azotando el jardín, pero también adentro; voraces cambios súbitos e incontenibles que no merecía la pena esforzarse por entender.
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Al final volcamos en nuestra balsa la cantidad de ocho o diez peces que habíamos conseguido sacar no sé cómo de sus aguas cenagosas. Su procedencia oscura me recordaría a ratos que el destino de esos pescados no era tan distinto del mío; tampoco ellos alcanzaban a comprender cómo iban a sobrevivir en su nuevo hábitat de agua cambiante: fresca del pozo en verano, llena de mosquitos y podredumbre a partir de otoño.
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(Continuará)
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miércoles, 24 de agosto de 2011

Utopía

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Comienza el verano: una algarabía de hélices, de sonidos estentóreos, retumba y se expande por el cielo. Afuera se respira inquietud. La ciudad condal parece un hervidero, en parte por el efecto amplificador de las redes sociales, que desde hace días echan humo, mientras la gente rebulle y acampa indignada, harta de tanto chorizo como nos gobierna, de tanta desidia.

De pronto aunque el ascua siga ahí, la alegría primera se ha esfumado. Facebook y Twitter parecen desinflarse. O, al menos, han dejado de ser ese hervidero de Babel, una olla exprés de voces heterogéneas y empuje suficiente como para hacerlo saltar  todo a la de trespor los aires. A una semana de que concluyan las vacaciones, la ciudad de Berlín sestea. Muy pronto habrá elecciones y se da por sentado que la actual canciller salga malparada (pero no).


El verano llega a su fin cuando en el cielo empieza a escucharse, tímidamente primero, una eclosión de hélices que aspea los aires, como si quisiera descuartizar el mayor número de pájaros. Arde la tarde cuando principia de nuevo el verano. 
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domingo, 21 de agosto de 2011

¿Saben los peces que se mojan? (1)

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Por fin me había vuelto a asomar a la balsa de agua, seguramente una de mis costumbres más arraigadas por aquel entonces cada vez que volvíamos al pueblo con el inicio de las vacaciones, y una vez más me fue imposible distinguir nada a través de ella. Esa manía que había adquirido de asomarme a lo putrefacto significaba el anuncio prometedor de un verano diáfano, de modo que solía recibir la visión de esas aguas estancadas con un gesto ambiguo y cargado de dudas, a medio camino entre el asco y la seducción. Muy pronto iban a entregarse mis padres a la tarea de vaciar la balsa para limpiarla a fondo, concienzudamente, y mis hermanas y yo volveríamos a llenarla con el agua helada del pozo, una agua pura, cristalina y fresquísima, y no esa especie de sopa espesa y oscura, tan viscosa, que volvía opaca tu imagen reflejada. Me parecía increíble que toda esa agua turbia pudiera convertirse en el manantial en que me bañaba satisfecha, mientras sumergía los años de mi niñez con la confianza ciega de un pez dando vueltas en círculo por sus paredes internas. Allí metida aprendí a bucear y, sobre todo, a distinguir la quietud líquida del exterior tumultuoso, lleno de gritos, píos y las voces destempladas que daban siempre los adultos, sin que pareciera que fueran a cansarse nunca.

El proceso de limpiado de la balsa era laborioso y no exento de dificultad: una vez vacía, había que meterse dentro, y luego frotar con un rastrillo de púas afiladas una por una las distintas baldosas de color azul celeste que mi padre había colocado siendo nosotras muy pequeñas. La reforma de la balsa había consistido, entonces, en rebajar su altura y rematar el corte con una hilera de baldosas de color azul marino que nos permitiera entrar y salir sin dañarnos. En su interior había levantado una escalera de tres peldaños hecha a la medida de los mayores, sin duda desproporcionada con respecto a las dimensiones reducidas de la balsa, y ya no digamos las nuestras. Entrar por primera vez en esas aguas blancas al inicio del verano y descender con mucho cuidado por su escalera gigantesca era una operación que podía llevarnos su buen cuarto de hora, y de hecho no era posible hacerlo sin gritar de alegría y nervios y de pura histeria contenida, ni tampoco dejar de atropellarnos entre nosotras, empujándonos todo el rato. Ninguna quería sumergirse la primera en tan gélidas aguas.

(Continuará)
* La foto es de Isabel María González.
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miércoles, 17 de agosto de 2011

Alimaña





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Respiró con profundidad antes de adentrarse en el bosque. Quería reconocer más despacio sus heridas: en mitad del pecho una cicatriz antigua supuraba de nuevo. Lo atribuyó al corte insidioso de una rama. Con la cabeza a punto de estallarle y el cuerpo aterido de frío, hizo un esfuerzo por recordar qué diantres le había pasado. Apenas necesitó echar un vistazo para comprobar que tenía el costado lleno de magulladuras. Trató de limpiarse lo más rápido que pudo. No quería que sus miembros se embotaran. Un dolor fiero había empezado a extendérsele por la espalda, aunque lo más molesto era no acordarse. No lograba fijar el momento ni  el motivo; el lugar en que presumiblemente lo habían atacado. Aparte de la vieja cicatriz, le dolían sobre todo las uñas y algunos dientes sueltos, que bailaban tras su hocico. Lo de menos era el escozor que lo atenazaba. Cuando vio que podía arrastrarse a cuatro patas, recordó al fin: una pandilla de alimañas lo había desvencijado a bastonazos.
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lunes, 15 de agosto de 2011

Árbol de carretera sinuosa,

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ha sido verte y 
verme de
pronto en 
ardilla convertida
ascender y 
descender por
senderos intrépidos de
trepidantes montes, con
simas, hendiduras y
pulcros horizontes
en llama, 
piel vívida y 
rugosa, y 
corcho que se
escarcha y 
por doquier 
descorcha, sea  
noche, madrugada 
al alba; suma y
antítesis de 
cualquier desmonte 
frondoso en
servidumbre y
mata.
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sábado, 13 de agosto de 2011

Niñoárbol

Árbol del fuego
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Es el niño primero de la clase, extraño niño de sobresalientes y matrículas. Por las tardes abunda en su sustancia, y en el parque soslaya la facilidad de los cerezos y los arces y trepa, con dificultades, a lo más alto de un árbol del fuego. Abajo, intuyendo la caída que algún día tendrá que llegar, espera sin prisas otro niño, éste más discreto tras sus gafas: el que fantasea en la clase en el último pupitre bajo el mapa, donde nunca llegan los premios del maestro.
Hipólito G Navarro, Relatos mínimos, Ediciones del 1900, Huelva, 1996, 
recogido en Los últimos percances, Seix Barral, Barcelona, 2005, p. 318.
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 Niñoárbol
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Con dificultades, espera tras sus gafas en el último pupitre soslayar un premio del maestro: es el primero de su clase, el que fantasea sin prisas en el parque por la facilidad de los Árboles -los cerezos y los arces-, bajo el mapa intuye la caída de fuego de lo más alto. El más discretoniño de sobresalientes y matrículas abundantes, que algún día extraño tendrá que llegar abajo, donde nunca llegan en sustancia los otros niños de la claseafuego trepador en esta tarde.

jueves, 11 de agosto de 2011

El día mengua

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El sol sale y calienta el aire, mientras la madre mece la cuna, que se balancea. De improviso otro balance distinto se despeña y un gerente berrea. Al cabo siente el gestor el inexplicable impulso de despeñarse, también él, tras un leve balanceo, incapaz ya de mover ni la cuna ni mucho menos a la mujer, que ahora se desespera. Un sol frío como el témpano se pone. La noche se desvela.
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martes, 9 de agosto de 2011

Pájaro pinto

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Ante la languidez extrema de mi ensueño, el micro ha huido despavorido.
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II.
Ante la persistencia de mi lánguido sueño, el micro ha huido despavorido.
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III.
Ante la insistencia de mi sueño ingrávido, el micro se ha volatilizado
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lunes, 8 de agosto de 2011

De gusanos y otras hierbas

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La madre vio al niño morder la manzana. Enseguida creyó el fruto que había sido cosa del gusano, quien sin embargo prefería taladrar al crío porque sí, hastiado de su menú de plato único. Justo en el instante en que el chaval entornaba los ojos para saborear su pedazo, la señora ha dado por sorpresa un mordisco a la lombriz, que, descabezada, ha muerto en el acto. Por tierra rueda ahora el pobre micro desmembrado.
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viernes, 5 de agosto de 2011

Vislumbre



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Un día seremos 


y sabremos 


lo que no sabemos que ya somos.
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* La foto pertenece a Abel Murcia, y lleva por título "Saludos vítreos".
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jueves, 4 de agosto de 2011

¿Puede un título sentirse humillado?

"-Por su puesto, dijo este." 

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II. 
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¿Puede un título no serlo? 
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Desde luego, sobre todo si no hay texto que valga.
Desde luego, sobre todo si no hay cuerpo de texto que le sirva.
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III.
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 ¿Puede el íncipit de un texto no ser el título?
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"¡Faltaría más!, dijo este traspuesto."
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* Al calor de la microboutade (o del micro boutade) que Manu Espada se planteaba -con toda la seriedad que merece- hace unos días...
** La imagen es de Antonio Rodríguez y procede de su fotoblog digitalia.
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miércoles, 3 de agosto de 2011

Desde el otro lado

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sigo contando -una y otra vez- tu descuento.
Hoy habrías cumplido 95 años. Lo dice
el arcano de tu viejo número de teléfono.
"93 203 93 95, 93 203 93 95",
repasaba de niña como un consuelo.
Y qué absurdo me resulta ahora encontrar en él 
la edad exacta de tu fallecimiento.

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* La bella foto es de Abel Murcia

sábado, 30 de julio de 2011

"Economy is nearly dead"


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Antes de que la dichosa foto en donde aparece  una Economía llorosa copara las primeras páginas de los periódicos, creíamos vivir en un mundo sin Historia, libre por fin de las sucesivas dictaduras que nos habían atenazado, dispuesto a regirse bajo el estímulo de la todopoderosa Economía, según nos insistían ufanos.

Quién iba a decirnos a nosotros, pobres representantes de una clase media maltrecha, que la Historia estaba más viva que nunca.

* La foto, de Luis Matilla, está tomada en el Tiergarten de Berlín, y muestra la pintada de una de las figuras pertenecientes al conjunto escultórico dedicado a Bismarck, bajo el lema de "History is nearly dead".
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lunes, 25 de julio de 2011

En el blog de AC



siempre tan generoso, ha tenido la gentileza de publicarme -e ilustrarme- unos micros en su bitácora.

viernes, 15 de julio de 2011

lunes, 11 de julio de 2011

Noche de brasa

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Dos luces refulgen en mitad de un ovillo. El gato me mira con fijeza tras detener sus pasos almohadillados, impaciente por que le saque una foto.
-Haz click de una vez, ¿a qué estás esperando? -me increpa ansioso.
Pero sus brasas me hielan con un fuego extraño, de pesadilla nocturna y grumosa, así que no me decido. Tras tomar unas cuantas fotografías del pueblo aquí y allá, por disimular, prosigo mi marcha confiado.
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jueves, 7 de julio de 2011

Repliegue

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 Donde la vida se comba sobre sí misma.

 El descenso interior, los pliegues que están
 dentro de los pliegues.


A mí me gustan los bordes.


Hay días sospechosos en que todo cuadra, se reordena,
 adquiere sentido, esos días son el preludio de la muerte.



La vida se llena de surcos que parecen llevar 
a lugares ignotos sin salir de ti mismo.



Me veo así, como un pliegue, 
como un niño que se esconde del miedo.
Juan Yanes

A mí también me gustan los bordes que parecen llevar a lugares ignotos. Esos preludios de la muerte sin salir del miedo, de ti mismo, donde la vida se comba sobre sí misma, y el descenso interior se vuelve un refugio en el que los pliegues están dentro de los pliegues. Hay días sospechosos en que todo cuadra, se reordena, adquiere sentido: esos días son la vida que se llena de surcos. Me veo así: como un niño que se esconde como un pliegue.
Gemma Pellicer, a partir de la variación de los textos de Juan Yanes


* Tanto la secuencia de fotos, que reproduzco invertida o replegada, como los textos, proceden de Juan Yanes, de su espléndido blog El oscuro borde de la luz II.

martes, 5 de julio de 2011

Ferocidad silente



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Cuando la palabra derrocha ausencia
o lagrimea dolor abierto 
precisa el espíritu colmar de
silencio feroz la escucha en vilo.
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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.


Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"