domingo, 26 de septiembre de 2010

La vagabunda




He vuelto a reconocerla. Hoy, sin ir más lejos, estaba sentada en el banco de los borrachos. Fumaba un pequeño cigarro a sorbos, como buscando recomponer sus fuerzas, o el ánimo intacto que alguna vez tuvo. Fingía no haberme visto. Aunque no la conozca personalmente, suelo encontrármela a diario al salir de casa. Si no la veo, la busco hasta dar con ella. Siempre que toma el camino que corre paralelo a la vía de la estación Julius-Leber-Brücke se embosca para beber a solas, a sus anchas. La he visto hacerlo en más de una ocasión. Se traga a morro el contenido de una cerveza tibia, mientras con la otra mano arruga una bolsa de plástico. Da la espalda al mundo para mejor empinar el codo. Es la vagabunda de Shöneberg. Una mujer de mediana edad que parece una vieja. La mayoría de las veces, una rubia alcohólica; otras, sin embargo, una dama solitaria y coja.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Un poema de ruina

Ruina de estrofas

Esta noche, como tantas, hice en sueños un poema.
Y, como tantas también, sólo me quedó al despertar
una ruina de estrofas, de palabras. De esta ruina, trozo en clave,
estos versos como entrañas vivas, me persiguen:
"¿Y, cómo, si eres la constelación final, te has duplicado?".

Juan Ramón Jiménez, Cuentos largos y otras prosas narrativas breves,
ed. de Teresa Gómez Trueba, Menoscuarto, Palencia, 2008, p. 152.


Hice en sueños esta ruina de palabras:
un poema como tantos;
un despertar en clave de versos;

si me quedan como entrañas vivas,
de noche me persiguen sus trozos.


También eres, al final,
como esta estrofa sola;
como estos duplicados de estrofas
y constelaciones.

Y tanta ruina me arruina.


jueves, 16 de septiembre de 2010

La promesa





Enfurruñada, se ha encerrado en su habitación de un portazo. Afuera la lluvia cae con furia, pero ella lo tiene decidido: no volverá a salir jamás de su cuarto; lo que necesariamente implica dejar de hablar, de comer e incluso de dormir. Una cortina de agua cae inconsolable por la ventana  pero, al cabo, se detiene también. Aunque solo se haya asomado un ratito de nada, le ha parecido ver pasar la vida por delante. Le importa tres pepinos: Tampoco piensa hablarle.


sábado, 11 de septiembre de 2010

Un crimen ejemplar





Te creía mía y no lo eras.
Te quería mía y no lo serías.
Así que lo dispuse todo para que no fueras siquiera.



Te creía mía pero no lo eras. Te quería mía cuando nunca lo serías. Así que lo dispuse todo para que no fueras siquiera.


* Fotografía "Aldaba", de Juan Yanes, publicada en su bitácora El oscuro borde de la luz II. Yanes es el autor del siguiente microrrelato, audaz y brillante como todo lo que escribe.

Aldaba.- Cuando quise tocar en la puerta, la mano de hierro de la aldaba atenazó la mía. Juan Yanes

martes, 7 de septiembre de 2010

De un salto

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El mar como destino último, pensó, y ya solo le quedaba desperezar sus extremidades y lanzarse de un salto a la conquista del viento. Empleó en ello toda una vida.
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martes, 31 de agosto de 2010

Limo vital


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El sol y la humedad hacen crecer, efectivamente, esos árboles de colorido ocre que tienes ahí, justo enfrente, y cuyas hojas habrán de servir de alimento a toda clase de escarabajos, polillas y garrapatas; los cuales, junto con gusanos, insectos y otros organismos habitantes del suelo, constituyen el más sustancioso manjar de pájaros y demás especies voladoras; esos seres obstinados en picotear, agujerear, ensanchar y poblar bosques enteros de hoja caduca; garantes incautos en su labor necesaria de reciclado vital.
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domingo, 29 de agosto de 2010

Cae una gota

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El mar
Salgo a la calle llovida. Una gota –quizá la única que quede en el aire- cae en mis lentes, me empaña la vista y me dice:
-Soy el mar.

Enrique Anderson Imbert, La sandía y otros cuentos,
Editorial Galerna, Buenos Aires, 1969, p. 127.

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Y el aire –quizá el mar- empaña la única vista que me ; queda la llovida en mis lentes.
-Sal al mar, me dicen.

Cae una gota en la calle.

sábado, 28 de agosto de 2010

Haber soñado


El sueño
Calisto soñó con Melibea: la soñó rendida, gozada.
Al día siguiente, de casualidad, la encontró en un jardín.
Con los derechos que le daba el haber soñado
tan íntimamente con ella, comenzó a seducirla.
Llevó más tiempo, pero a la larga fue lo mismo que en el sueño.

Enrique Anderson Imbert, La sandía y otros cuentos,
Editorial Galerna, Buenos Aires, 1969, p. 148.
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Haber soñado
Melibea soñó con Calisto: rendida, gozaba en sueños de los jardines que él le daba. Pero a la larga comenzó el sueño a ser lo mismo que el día, tan derecho. Mas íntimamente la seducía soñando con él en un tiempo siguiente.
La casualidad la llevó a encontrarse con ello.
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lunes, 23 de agosto de 2010

Siesta supersónica

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Y a cada nuevo paso, ibas haciéndote más y más pequeña, hasta adquirir el tamaño exacto de un diminuto banco avistado al final del camino, aunque cuando lo alcanzabas, enseguida te dabas cuenta de que, más bien, se trataba de un madero de proporciones descomunales, y de que si pretendías sentarte en él, debías entablar primero una lucha contra una plaga de moscas que te zumbaban y enloquecían con su sonsonete estentóreo, como de aviones a reacción.

jueves, 19 de agosto de 2010

Rescoldos

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-De perdidas hojas están los corazones llenos, repuso desairada y enfadosa.
-Y de cenizas, contraatacó el otro con despecho, decidido a cortarle de una vez por todas cualquier posible resuello.
La hojarasca, entre tanto, seguía ardiendo en la pira por su bien; léase el de ambos.
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lunes, 16 de agosto de 2010

Eso

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¿Cuántas veces se precisa pensarlo, escribirlo, sentirlo? ¿Bastarán 110, 99?, ¿sólo 6? ¿Podré algún día recitarlo completo, alterarlo en parte, ignorar fragmentos?; ¿o acaso habré de padecerlo, memorizarlo entero, creerlo después? ¿Cuántas veces tendré que gritar, pelear, pelar, helarme? ¿Cuántas vidas se necesitan, al cabo, para eso?
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* La imagen procede de la bitácora plástico-literaria Antojos, del amigo Sergio Astorga.
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jueves, 12 de agosto de 2010

Perra vida

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Aquella tarde de interminable solana y aburrimiento, Pelayo Osorio corrió la pesada lápida dispuesto a visitar por última vez a quienes habían sido sus seres queridos. Nada más entrar en la casa, tía Engracia soltó un grito mayúsculo que él dejó sin réplica por no tener entonces medios humanos ni fantasmales de hablar con los vivos, sin que esta situación le provocara -la verdad sea dicha- ningún pesar, persuadido como estaba de que intercambiar palabras con algunos no llevaba a ninguna parte; así que pasando de largo frente a ella, se encaminó hacia el salón comedor en busca de tío Eusebio, quien en tiempos le había propinado un porrazo de órdago y, sobre todo, de muerte; y ahora se dedicaba a mojar, apacible e insolente como siempre, bollos de azúcar en el que fuera su respetable y enorme tazón de café con leche, como si las cosas pudieran tomar el rumbo deseado sin que la verdad importara a nadie un ardite. Y ya no digamos un ápice. Contrariamente a lo que espera el lector, de nada sirvieron sus proezas por hacer que se le atragantara el bollo. Tío Eusebio, además de asesino, se había vuelto ciego y sordo, y ya sólo mostraba interés por lo firme y palpable; además de por lo material. Perra vida, en efecto.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Cuando ella me paseaba

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Cuando me paseaba con ella, las cabezas de los paseantes se transformaban en gigantescos ojos que la miraban.
Cuando entraba en el metro con ella, los cuerpos de los que la rodeaban se transformaban en gigantescas manos que la tocaban.
Y cuando me besaba, su cabeza se convertía en dos labios que lentamente me devoraban.
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Fernando Arrabal, “[Cuando me paseaba con ella]”, La piedra de la locura,
introducción y notas al texto por Francisco Torres Monreal,
Destino, Barcelona, 1963, p. 63.
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I.
Cuando ella me besaba, me convertía en dos labios con cabeza que se transformaban; en metros de cuerpo con paseantes cabezas; en gigantescos ojos que se devoraban, en manos gigantescas, que lentamente la rodeaban. Cuando me miraba, entraba transformado y la tocaba.
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Cuando ella me paseaba...
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II. Cuando Lola me paseaba...
Cuando ella, lentamente, me besaba, me convertía en su cabeza con dos labios que se transformaban en metros de cuerpo con paseantes de gigantescos ojos y cabeza gigantesca, los cuales se devoraban las manos que la rodeaban, transformando lo que tocaban.
Cuando en ella me miraba, entraba en ella.
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Hermosa vida que pasó y parece
ya no pasar…
Desde este instante, ahondo
sueños en la memoria: se estremece
la eternidad del tiempo allá en el fondo.
Y de repente un remolino crece
que me arrastra sorbido hacia un trasfondo
de sima, donde va, precipitado,
para siempre sumiéndose el pasado.


Jaime Gil de Biedma, "Recuerda"